La ‘fachosfera’ a pie de calle
Aunque las redes sociales son un espacio de fuerte polarización, también se aprecia en el espacio urbano la constante presencia de expresiones de derecha y ultraderecha. El Partido Popular acaba de anunciar nuevas movilizaciones
Enfrente del Congreso de los Diputados, entre el gris de la piedra y el gris del cielo, brillaba el rojo de las boinas. Los carlistas, un puñao, cuatro gatos, se manifestaban ante la mirada alucinada de al menos uno de los leones del Congreso, con la metálica boca abierta. Y la de mi hija de dos años.
Qué raros son los carlistas. Mostraban una pancarta contra el aborto y la eutanasia, rezaban el rosario, ondeaban banderas rojigualdas y cruces de Borgoña, algunos de rodillas contra ese gris del suelo. Mi hija flipaba, los observaba atenta, a pies de la estatua de don Miguel de Cervantes, “príncipe de los ingenios españoles”.
Cuando acabaron el rezo y las letanías surreales (“Santa María / rosa mística / espejo de justicia / trono de sabiduría”) pusieron a caldo a Pedro Sánchez como exige la moda de la época, y cantaron aquello de “por Dios, la Patria y el Rey, murieron nuestros padres…”. A mi hija le encantó que cantaran, fuera lo que fuera lo que cantaban, y aplaudió profusamente. Mi hija es requetebonita y, por lo que se ve, también requeté. Luego los carlistas se pusieron a hablar entre ellos de cosas normales, de la cantidad de trastos que se acumulan en casa, como cualquier hijo de vecino.
La fachosfera, como la blogosfera, la madroñosfera y tantas otras -sferas, nació como un término ligado al ámbito digital (véase Libre de estilo: Cuentos de la fachosfera, de Idafe Martín). Es la realidad paralela de los medios virulentos y los trolls anónimos e iracundos, de nick lleno de números y foto de Blas de Lezo. Pero se contagia al mundo real, porque no es cierto que internet sea menos real, sino todo lo contrario: ya casi es más importante lo que pasa en el mundo de los bits que en el de los átomos. El Partido Popular acaba de anunciar nuevas movilizaciones para el 26 de mayo.
Así que un día se ve a los carlistas donde el Congreso y otro una manifestación de hipotéticos vecinos en la plaza de Lavapiés, donde no parece haber muchos vecinos de verdad. Son fachalecos importados y alguna diputada de Vox que, con ese adanismo que a veces muestra la ultraderecha a la hora de manifestarse (cánticos endebles, pancartas obvias, escasa determinación), pretenden defender a la policía, pero lo que gritan es que hay demasiada delincuencia. Más bien parece que estén criticando la ineptitud policial.
A este paso la ultraderecha “sin complejos” va a terminar por coger el truco a la protesta. Hace unos años asistí a una de las más rotundas manis de Vox y el número de banderas rojigualdas me provocó efectos de irrealidad lisérgica y profundas cavilaciones kantianas (lo conté en esta misma columna). La manifestación no manifestaba nada: solo mostraba la bandera por todas partes, como amuleto místico, como celebración estética y tribal. No era amor, era obsesión. Nunca había asistido a una mani tan exigente para el intelecto, tan filosófica, tan difícil de descifrar.
Se han ejercitado notablemente en Colón, bajo otra enorme bandera (¡que no falte!), contra la amnistía y la hipotética dictadura, recordando las caceroladas de Nuñez de Balboa (que quisieron ser el 15M de la ultraderecha), o aquel ciclo de protestas contra el matrimonio homosexual y alrededores, cuando la derecha, sotanas al frente, rugió contra ZP.
Por supuesto, las protestas de Ferraz, donde se evidenció que la derecha, aunque ladre contra la diversidad, es bastante diversa en sí misma: desde los catequistas rezadores, pasando por los mediopensionistas del PP y los cayetanos que “putodefienden España”, hasta llegar a los auténticos nazis pata negra, los que ondean esvásticas y piden taxis. Ya no se rapan la cabeza, ni lucen botas y bomber, como en mi adolescencia (están desdiabolizados, dirían en Francia), pero permanecen. Les parecía rarísimo que la Policía Nacional les parase los pies, porque tenían un concepción patrimonial, como se dice ahora, de los antidisturbios. Es decir, que pensaban que eran de los suyos.
Más allá de estos eventos, la virulencia de X y la fachosfera no llega por el momento a las calles, porque cuando ves a alguien de cerca descubres que no es tan odioso como de lejos, que la gente es gente, más allá de otros atributos políticos. En la barra de la sidrería no se da la impunidad que otorga un avatar anónimo.
Y no hay armas semiautomáticas a mano: ojalá estemos lejos de ese Estados Unidos cuyas películas ya consideran la idea de una futura guerra civil. Al menos para que mi hija pueda seguir mirando divertida a los carlistas de boina colorada, como un entrañable anacronismo y no como a una amenaza. A veces, mirando las pantallas, cuesta creer que vaya a ser así.
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