La ansiedad ante el increíble tiempo menguante
Trabajos que se desparraman, hiperplanificación y ‘ocioansiedad’, agobio de las redes sociales, peleas por conseguir un alquiler: la sociedad cada vez vive más acelerada
Hey, yo también ando agobiado. Está todo el mundo que no da abasto, que no llega. Avanzando curro en el metro. Haciendo la compra al filo de la medianoche, en el supermercado 24 horas. Practicando el malabar para conciliar. Almorzando en cero coma. Dejando el ejercicio para un eterno mañana. Bebiendo deprisa, durmiendo fuerte para que el sueño cunda el doble.
No sé si es la vida en la gran ciudad, o la tecnología que promete libertad pero nos encadena inalámbrica, o la continua búsqueda de experiencias, o algún efecto desconocido en la velocidad de la Tierra alrededor del Sol; el caso es que el tiempo es un bien cada vez más huidizo, género escaso, y cruzamos con la lengua fuera el calendario hasta, spoiler, llegar al descanso final.
Quizás es la mediana edad: he dejado de ver la vida como una barra de carga, de las de Windows, que va ganando terreno al porvenir para verla como una desesperante cuenta atrás. Quizás es la paternidad, pero no creo: antes de la niña (me cuesta volver a imaginar aquel antes) nuestro tiempo ya estaba colmatado y nos preguntábamos dónde íbamos a encajar, dentro de nuestras apretadas agendas, los cuidados de un nuevo ser. Pero hete aquí que, milagro, el tiempo es una dimensión sorprendente, y, más allá de la linealidad que le atribuimos, está lleno de habitaciones secretas, pasadizos y sótanos inopinados.
El curro se desparrama por todo el horario pero no se desparraman los salarios. El trabajo es todo el rato. Hay que darse codazos para ser el primero, ¡el único!, en ver ese piso que se oferta en alquiler a cambio de una libra mensual de nuestra carne. Ansiamos exprimir nuestro tiempo libre al máximo, hacer que la vida merezca la pena a través de experiencias significativas, que son las que se ponen en Instagram.
Las notificaciones de las redes asedian el móvil como hordas campesinas a las puertas del castillo. Y nos bajamos aplicaciones tecnológicas para aprender a gestionar ese tiempo que la propia tecnología nos hurta. La de tiempo que invierto en tratar de distinguir lo importante de lo urgente, en aplicar el timeboxing y el time blocking para mejorar mi productividad y afinar mi atención: la vida es lo que sucede mientras planificas y auditas tus tareas.
Se está hablando de hiperplanificación y de ocioansiedad: uno quiere ver a los colegas y nadie tiene hueco hasta el mes que viene; uno quiere improvisar una cena en Madrid y es imposible encontrar una mesa, en esos restaurantes cool donde se da un brutal hacinamiento; uno quiere asistir a un concierto y para conseguir entrada tiene que preverlo un par de años antes de la apertura de puertas del estadio. Sálvese quien reserve. Todo a la vez en todas partes, todos a la vez en cada sitio.
Tengo en mi estantería un libro que se llama No tengo tiempo (de Jorge Moruno), otro que se llama No puedo más (de Ana Helen Petersen), otro que se llama Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital (de Judy Wajcman), pero no calculo que encuentre el momento de leerlos en los próximos años. Para observar la aceleración hay que frenar un poco: lo veo chungo. La montaña de libros por leer, también la lista de pelis en Netflix.
Extraño aburrirme, no lo hago desde la primera década del siglo: igual que los niños precisan aburrirse para fomentar su creatividad, los adultos también tenemos que hacerlo (¿es aburrirse un hacer?) para percibir la naturaleza del tiempo desnudo, que es la materia prima de la existencia. ¿Qué fue de los bostezos? Aburrirse es mirar a la muerte cara a cara, es besar la muerte, escribió Ramón, y si no nos aburrimos, si no esperamos en las colas y antesalas (y ya no esperamos, porque tenemos smartphone), no vemos a la muerte y pensamos, y vivimos, hey, como si fuéramos inmortales.
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