“El mayor privilegio es parar”: por qué el tiempo nos devora y cómo las redes sociales podrían solucionarlo
“¿Ya estamos en 2024?”, llevamos días preguntándonos. Filósofos, científicos y escritores debaten sobre cómo el tiempo es una construcción que hemos creado para autodestruirnos y cómo podríamos intentar superarla
Durante la pasada Navidad nos llenó de congoja una columna de Manuel Vicent titulada El tiempo. El texto, publicado originalmente por EL PAÍS en 2009, se hizo viral durante las fiestas, quizá porque solo cuando se interrumpe la rutina disponemos de unos segundos para atender a cuestiones como las que plantea el escritor. “El tiempo no existe”, comienza Vicent. “El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada”.
El tiempo es un problema que siempre ha ocupado a filósofos, físicos, matemáticos, teólogos, cineastas, agricultores, baloncestistas, músicos y escritores, es decir, a todo el mundo, y su naturaleza ha sido objeto de miles de discusiones. Una de las más famosas fue la que mantuvieron el físico Albert Einstein y el filósofo Henri Bergson en 1922, con toda la prensa de la época en vilo. Finalmente, se impuso la visión más científica del primero, pero la sensación de atropello y la angustia porque el tiempo es algo que siempre falta siguieron creciendo durante todo el siglo XX.
Y es que nuestra experiencia del tiempo tiene menos que ver con la física o con la metafísica que con el modo en que hemos organizado nuestras sociedades. Shakespeare puso en boca de Hamlet aquella famosa frase de difícil traducción: “The time is out of joint” (“el tiempo está fuera de quicio” o “las horas han perdido su reloj”, en una interpretación más poética) y, desde entonces, a medida que hemos acumulado tecnologías y contratos, la cosa no ha hecho sino empeorar.
La aceleración social: un fenómeno con dos caras
Hartmut Rosa es uno de los autores que mejor han descrito la relación de las sociedades contemporáneas con el tiempo. En ensayos como Alienación y aceleración (2012, Katz Editores), sostiene que la aceleración social es un obstáculo para la realización de una buena vida y que estamos “dominados y reprimidos” por un régimen temporal que “podría ser disputado y transgredido” porque, aunque lo parezca, no es “una fuerza natural fuera del alcance de la política”. En resumen: nos parece que las horas van perdiendo espesor porque cada vez contienen más actividades y nuestros ritmos son tan frenéticos que desbordan incluso nuestra capacidad para percibir de manera ordenada todo lo que nos ocurre.
Por otro lado, si la cultura parece estancada en la nostalgia (eso que se ha llamado retromanía) es porque la interminable demanda de novedades, por ejemplo, desde las plataformas digitales, ha superado la capacidad imaginativa de los creadores que, paradójicamente, han tenido que mirar atrás para que el número de producciones por año siga creciendo: en el cine, nuevas entregas de películas que ya existían, en la música, versiones de gigantescos éxitos del pasado.
Rosa usa el oportuno ejemplo de un resfriado incapacitante para ilustrar cómo hay fenómenos que, a pesar de la aceleración generalizada, no pueden comprimirse en el tiempo, e insiste en que las causas de esta aceleración son siempre sociales: la tecnología la facilita, pero, sobre todo, estaría provocada por la competencia entre profesionales coetáneos (en las sociedades modernas el estatus de un individuo depende de su rendimiento) y por el deseo de acumular experiencias variadas dentro de una vida finita (ahora que ya no es mayoritaria la creencia religiosa en otra vida tras la muerte).
Andrea Genovart es autora de Consumir preferentemente (Anagrama, 2023), una novela cuya protagonista comparte con todos los jóvenes de su generación la impresión de que, literal y metafóricamente, llega tarde a todas partes. La escritora confirma que, más que nunca, “vivimos el tiempo de forma problemática y con muchas contradicciones”. “Nos quejamos de que no tenemos tiempo”, explica Genovart, “de que todo es fugaz y nos pasa por encima, pero a la vez, nosotros mismos operamos por una lógica de productividad y no nos sentimos cómodos cuando aparecen la ambigüedad, la suspensión, la paciencia o la espera, que son aspectos que oponen resistencia a la temporalidad acelerada. No acabamos de encontrarnos a gusto con ninguna de las formas del tiempo”.
Por su lado, Miguel Ángel Hernández, profesor de Historia del Arte y autor de El don de la siesta (Anagrama, 2020), casi un panfleto contra la prisa y a favor de las cabezadas, recuerda que “la reflexión sobre la fugacidad del tiempo y el tiempo evanescente es puramente barroca” y especifica que “lo que sería propio de la modernidad no es la conciencia del fin, sino una eliminación del tiempo necesario para pensar en el fin. El tiempo de la cadena de montaje no permite la pausa para pensar, no permite el tiempo metafísico y la pausa es fundamental para salir de ese tiempo repetitivo, casi cinemático, y poder experimentar lo que Byung Chul Han llama el aroma del tiempo”.
El miedo a quedarse atrás
Hartmut Rosa es contundente: la aceleración social es un régimen totalitario y omnipresente que genera terror en quienes lo padecen (es decir, en todos nosotros). Nuestras vidas están sometidas a infinidad de plazos, calendarios, cronogramas y otros límites temporales que funcionan como una normativa silenciosa cuyo incumplimiento podría dejarnos atrás. Y el miedo a quedarnos descolgados (desempleados, enfermos o incapaces de seguir el ritmo) es el que nos empuja a acelerar y a ocupar de forma productiva cada rato de lo que podría haber sido tiempo libre.
En este contexto, detenerse o concederse un respiro (apenas unas vacaciones, por ejemplo, en el caso de un autónomo) es un privilegio de clase. Genovart lo desarrolla así: “El mayor privilegio es parar de una forma placentera. Puedes haberlo hecho porque estás en el paro o por un problema de salud, pero eso lo vivirás de forma culpable o con desconfianza. Cuando te detienes y lo vives de forma placentera es porque proyectas seguridad, porque no hay posibilidad de pérdida gracias a un colchón o unas relaciones que siempre podrán rescatarte. Hay veces que la vida nos obliga a desviarnos y a ralentizarnos y si no se goza de ese privilegio, se vive la falta de garantías de una forma muy angustiosa”.
Hernández va más allá y considera que también el aburrimiento es tanto un privilegio “porque supone tener tiempo libre”, como una conquista “porque supone no emplear esos tiempos que al fin todos tenemos”. “El aburrimiento es una de las condiciones para el pensamiento. Lo necesitamos para encontrar cosas sin buscarlas, pero hoy ya nadie se aburre. Ocupamos el tiempo en todo momento, convirtiéndolo en productivo para nosotros (porque adelantamos trabajo) o para el sistema (porque consumimos entretenimiento o cualquier otra mercancía). No hay tiempos muertos porque siempre tenemos algo a mano para aprovechar las elipsis”.
El problema es estructural, y muchos expertos alertan de que también algunas estrategias de desaceleración individual (que suelen consistir en “retiros” o en una “desconexión” con fecha límite), a las que llaman “desaceleración funcional”, perpetúan de manera camuflada la lógica de la aceleración. Lo que proponen esos parches, en realidad, es recuperar fuerzas para rendir más tan pronto como sea posible.
El tiempo de internet y el tiempo del entretenimiento
E. P. Thompson fue uno de los primeros autores que se preocuparon por la disciplina temporal en las sociedades industriales y estudió todo lo que “el reloj exige a los trabajadores”. A esas exigencias se les añaden hoy las que impone la cultura del entretenimiento: los espectadores debemos actualizarnos constantemente.
Genovart cree que no tenemos tiempo para disfrutar (ni siquiera para comprender del todo) las películas que vemos o las novedades que leemos: “Existe una asimilación entre lo que se ve y lo que se percibe que no tiene en cuenta que es necesario un tiempo dilatado para rescatar el conocimiento del entretenimiento. La cultura del entretenimiento no contempla que dialogues con lo que propone, está planteada para que no vuelvas sobre ella. Y, precisamente, el regreso sobre una propuesta es lo que permite pensarla cuando vas puliendo todo lo que no fuiste capaz de descubrir en un primer encuentro”.
Si bien internet, con su scroll infinito, parece reforzar esa dinámica de los contenidos desechables, también podría, con su aparente suspensión y con la pérdida de referencias que supone la navegación de enlace en enlace o de conversación en conversación, estar planteando formas de temporalidad nuevas. “El scroll es una línea vertical por la que desciendes sin poder volver atrás”, expone la escritora. “Internet lo que añade es una sensación comunitaria en la experiencia temporal. Debes asimilar el contenido en los tempos que ofrece para pertenecer a una comunidad, y hay una obligación: igual que vas a comprobar si tu gato tiene comida, debes comprobar que no te has perdido nada nuevo. Esa posible pérdida es la de pertenencia a una comunidad que comparte, que ríe, que comenta… Tú tienes que funcionar a ciertas velocidades para no quedarte solo frente a una multitud. Se suman la experiencia temporal y la comunitaria, algo que se aleja de la idea tópica de que uno elige solo y aislado lo que verá en una plataforma digital”.
“En las redes sociales”, continúa Hernández, “hay un presente puro y que continuamente se queda atrás. Es la línea del tiempo de X (antes Twitter) que hace que lo de ayer (o hace tres horas) se descarte. Las stories, los estados y las fotos no tienen sentido de permanencia o memoria (lo escribo o fotografío para dejar constancia), sino de aquí y ahora, de compartir un ahora que ya no tendrá sentido después”. Eso sí, aunque las redes sociales, como vínculo entre lo que sucede afuera y lo que sucede dentro de internet permanecen en un presente perpetuo y acuciante, el conjunto de la red, sería más bien, de nuevo según el profesor, “el mundo sin tiempo y sin espacio que San Agustín imaginó en La Ciudad de Dios. Todo a la vez en todas partes, aunque tu cuerpo no sea el agustiniano, sino que está sentado en un contexto específico que no vemos. Pero en la red está todo sin horarios, también sin fechas: pasado y presente entrelazados, como en un archivo y repositorio de todo”.
En Tiempos trastornados (Akal, 2016), Mieke Bal estudia la obra de artistas como Stan Douglas o Jussi Niva, que cuestionaron los usos contemporáneos del tiempo implicando, casi secuestrando, al espectador. Pero más allá del arte contemporáneo, lleno de ejemplos, o de algunas ficciones (desde Alicia en el País de las Maravillas hasta Tenet) nuestra gestión del tiempo apenas es discutida pese a que, de nuevo según Rosa, “causa un sufrimiento real en millones de personas”. Miguel Ángel Hernández propone mirar atrás y aprovechar ejemplos cercanos: “Recuerdo a mi padre sentado bajo la higuera, mirando al horizonte, todas las tardes, después de venir de trabajar. ¿Estaba aburrido? No lo sé. Habitaba el tiempo. Estaba consigo mismo”. Y es que, aunque el tiempo nos haga sufrir, debemos recordar que, más allá de los átomos, es una construcción social.
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