El pequeño Nicolás en el chiquipark del poder
No cayó en la ideología del esfuerzo que asedia a los chavales: levantarse a las cinco, matarse a ‘burpees’, trabajar más de la cuenta, romper tus límites, perseguir tus sueños. Lo suyo era la jeta
Por el barrio de Salamanca se avistan chavales trajeados por encima de sus posibilidades. Trabajan, quizás en prácticas, en bufetes, financieras, consultorías. Tienen poca barba, tienen poca edad, pero ya parecen tiburones. Lucen con orgullo la melenita neoliberal que popularizó Aznar, otorgando para siempre libertad capilar a las élites. El rizo al viento, como los cayetanos que putodefienden España. Está bien querer comerse el mundo, pero un poco de calma, un poco de chándal, por favor. Son casi niños.
Hace unos años me topé por esas calles a Francisco Nicolás; a.k.a. el pequeño Nicolás. Fue en octubre de 2017: lo sé porque lo apunté en mi diario, que era Facebook, cuando Facebook molaba. El pequeño Nicolás iba de esa guisa, el traje que sepulta la juventud, la melenita engominada, el smartphone por Recoletos como solo lo blanden los que cortan el bacalao. El humano real me pareció de una dimensión menor, tanto física como literaria, que el personaje de la tele. Es lo que tiene Madrid: en sus calles naufraga el mito.
Se exhibe en Netflix una miniserie documental sobre Nicolás titulada (P)ícaro, cuyo título juega entre la picaresca española y el mito de Ícaro. Un símil exagerado: Nicolás, más que acercarse al cielo, como Ícaro, se sumergió en las cloacas; de hecho, el comisario Villarejo, dios de ese Hades del Estado Profundo, es, con su voz aguardentosa y su icónica gorra, uno de los protagonistas de la serie.
Nicolás explica su versión. Es todo un puto lío. Lo que sorprende es que a este joven, ya no tan joven, nunca le movió la ambición política, la ideología, las ganas de cambiar el mundo o defender los privilegios de su clase (fuera cual fuera: había nacido en el barrio obrero de Prosperidad), sino el poder por el poder, el poder como un juego.
Buena cosa es que no pringó en la ideología del esfuerzo que asedia a los chavales desde internet: levantarse a las cinco de la mañana, matarse a burpees, trabajar más de lo que te pida tu jefe, romper tus límites, perseguir tus sueños. Nicolás, por eso habrá quien empatice, eligió el camino del contacto chusco, la labia, el engaño, la caradura. Sin fajarse demasiado. Abajo la meritocracia. Se parece más a Saul Goodman que a lo que propone Amadeo Lladós (aunque Lladós también sea un farsante). Puro juego. Tal vez por eso en la serie abundan las animaciones en las que el protagonista se desplaza por el Madrid del poder, siempre muy al norte de la Gran Vía, como si fuera el tablero de un juego de mesa.
El Madrid de los despachos, de los coches oficiales, de los reservados en los restaurantes, ese espacio chusco y humeante, siempre en color pardusco y señores feos, tan diferente del sobrio y estilizado poder estadounidense, azul oscuro y gris, que se nos muestra en las series. El poder, el Partido Popular, la Fundación Faes, las instituciones del Estado, eran para Francisco Nicolás algo así como un chiquipark en el que pasar el rato. Dijo Felipe González que a Manuel Fraga le cabía el Estado en la cabeza. Eso pretendía Francisco Nicolás, pero estaba flipando: “Como yo me creía Dios y lo tenía todo en mi mano… se lio”, dice en la serie.
Aquel día de octubre de 2017, en Recoletos (lo tengo apuntado), casi me tropiezo con Nicolás, pero conseguimos esquivarnos mutuamente. Tres señores trajeados que pasaban por allí, una versión futura de los imberbes trajeados autóctonos, murmuraron:
- Hostia, el pequeño Nicolás.
- ¿Os habéis fijado? Nosotros vamos todos encorvados, con los hombros caídos, y él ahí, con la cabeza bien alta.
- Es mi héroe, te lo juro.
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