El 68 de la Gran Vía, aquí acabaron con los pisos turísticos
El famoso edificio conocido como el Ave Fénix fue adquirido por un fondo, remodelado y vendido en 2019 como promoción de viviendas de lujo. Los propietarios se organizaron para impedir la invasión de pisos turísticos. Para entrar en casa hay que utilizar la huella dactilar
La azotea de este histórico edificio en el 68 de la calle Gran Vía, el conocido como Ave Fénix, se convirtió entre 2019 y 2021 en la terraza menos exclusiva y más barata de la capital. En el bloque se llegaron a concentrar hasta 12 viviendas de uso turístico ilegal. No había seguridad, ni orden, ni autoridad. “Era la anarquía”, define Jaime Suárez, de 53 años, abogado especializado en Derecho Mercantil y Administrativo. Los turistas, según él, llegaban a hacer copias de las llaves de acceso y a las semanas de haber terminado su breve estancia, regresaban para montar una fiesta en las alturas o tener una cita romántica al atardecer, con los tejados de Madrid como telón de fondo, ante la estupefacción y el temor de los residentes. “Esto era inhabitable. La jungla. Justo lo contrario a lo que esperas que sea tu casa”, cuenta Jaime, quien se vino desde su casa de la sierra de Madrid con su mujer y sus dos hijos cuando estos empezaron a estudiar en las universidades del centro. Dos años ha costado acabar con la jungla. Y no se ha reparado en remedios: en el 68 de la Gran Vía los vecinos entran en su vivienda con la huella dactilar.
El inmueble presidido en su pequeño torreón por la escultura de Ganímedes, un bello príncipe troyano al que Zeus raptó para ser su amante, fue construido con un marcado estilo racionalista entre 1944 y 1947 por encargo de la compañía aseguradora La Unión y El Fénix al arquitecto José María Díaz Plaja. El edificio cambió de manos repetidas veces, primero fue hotel, luego oficinas, hasta que el fondo de inversión estadounidense Oaktree se hizo con él a través de la sociedad OCM Gaudí tras adquirir una cartera de deuda a un banco alemán por unos 450 millones de euros entre los que se encontraba este activo. Oaktree optó por hacer una promoción residencial de viviendas de lujo. La rehabilitación la llevó a cabo el estudio de arquitectos Fenwick Iribarren, quienes construyeron 48 apartamentos —cuyo valor oscilaba entre los 500.000 y los 2,7 millones de euros— y excavaron bajo la calle para añadir un garaje de cinco plantas con 75 plazas. En el año 2017 la promoción salió a la venta y en el 2019 se llevó a cabo la entrega de llaves. No quedó nada por vender, el bloque se había llenado hasta la bandera.
En la primera junta de propietarios las cosas parecía que iban viento en popa. Acudieron todos, se presentaron, se pusieron cara unos a otros mostrando su buena disposición para acatar las normas de los estatutos. Ya entonces, tal y como rememora Jaime, “se hizo mención específica al artículo 5″, ese en el que se advierte a los propietarios que los inmuebles solo se pueden dedicar a uso residencial de vivienda, y que cualquier otro uso “está totalmente prohibido”. Aquel día algunos desvelaron que ellos no iban a vivir ahí sino que lo tenían como inversión, aunque no especificaban el tipo. Al cabo de unas semanas, los residentes fijos empezaron a detectar “un tránsito ingente” de personas con maletas subiendo y bajando a diario. Comenzaron los problemas. El edificio cuenta con dos entradas laterales y una puerta de cristal más en el interior del portal desde la que se accede a los ascensores, los buzones y las escaleras. Los tres accesos se abrían con la misma llave. Esto implica que cuando el conserje se quiere dar cuenta, la persona ya está dentro y él carece de autoridad para echar a nadie del edificio. “Desde el primer momento nos dimos cuenta de que aquello no iba a ser lo que imaginábamos. El impacto de los pisos turísticos que estaban en edificio era muy grande. El consumo estaba sobredimensionado respecto a las condiciones del edificio. Era un perfil de gente joven con mucho dinero, europeos sobre todo, que nos destrozaban la propiedad. Si empezábamos así estaba claro que esto iba a ser un lugar sin ley”, sostiene Ángeles M., de 48 años, otra vecina que se mudó en 2019 desde California junto a su marido. Llegaron a producirse robos de objetos de las zonas comunes o material del gimnasio de la azotea.
El grueso de los propietarios del número 68 de Gran Vía son personas bien cualificadas —abogados, médicos, empresarios— que unieron fuerzas para detener la plaga del alquiler turístico e intentar erradicarlo. Llegó un momento en el que cada uno de los doce pisos turísticos podía tener entre cinco y 10 entradas al mes con una media de tres inquilinos. Eso implica que por vivienda podían pasar hasta 180 personas desconocidas y sin ningún apego por el lugar en un año. En el edificio entero la cifra ascendía hasta casi los 1.800, mientras que los residentes fijos no suman más de 150. Para emprender su cruzada, no bastaba con la mención del artículo 5 en los estatutos, sino que tenían que poder demostrar frente al Ayuntamiento de Madrid el uso ilícito de esas viviendas con pruebas que fueran legales. “Esta gente se escuda en que muchas veces es tu palabra contra la suya y se queda ahí. Pero las comunidades de vecinos tienen que saber que hay mecanismos para echarles”, remarca Jaime.
En mayo de 2021 se convocó una junta extraordinaria para anunciar un paquete de medidas que ya habían cotejado con distintos abogados. Así, se añadió un artículo más en los estatutos que dejaba a las claras que los pisos turísticos “estaban expresamente prohibidos”. Esto se elevó a escritura pública ante notario y se inscribió en el registro de la propiedad para que quién comprara de nuevo un piso no pudiera decir que no estaba informado. En segundo lugar, se decidió mantener la llave del portal para los dos accesos exteriores, pero no la de la puerta interior. En su lugar se instaló un moderno sistema de reconocimiento de datos parciales de la huella dactilar que costó unos 3.000 euros. Desde entonces, todos los vecinos que lo deseen pueden utilizarlo, mientras que los propietarios de los pisos turísticos también tienen la posibilidad de inscribir a sus clientes. En el caso de no estar dispuestos, sería el conserje quien tiene que abrir esta segunda puerta. El servicio de conserjería es de 24 horas los 365 días del año. Ellos no abren a nadie si no saben que vive aquí. Al administrador de la finca, así como a la comunidad, le tiene que llegar un listado con nombre y apellidos de cada persona que se aloje en el bloque. De este modo quedan registradas las entradas y salidas y se puede demostrar con datos exactos la frecuencia de las estancias. Suárez incide en que el nuevo sistema de acceso por huella dactilar “hubo que mirarlo con lupa”. Se hizo una evaluación previa con un despacho de abogados especializados en protección de datos para que se cumpliera plenamente la, ya que sabían que los propietarios de las viviendas de uso turístico ilegal iban a presentar alegaciones. Nunca sirvieron de nada. A día de hoy, dice Suárez, “todavía se llevan a cabo auditorías para comprobar el cumplimiento de la ley”.
Una vez se protegieron las espaldas y endurecieron los controles de acceso, la comunidad comenzó a interponer denuncias. Antes se reclamó el cese de la actividad a los 12 inmuebles. Hubo bastantes que se retiraron por voluntad propia. Cuando vieron que el negocio se acababa, vendieron la propiedad. Sin embargo, había cinco o seis que persistieron. A ellos se les denunció ante el Ayuntamiento de Madrid porque para tener una vivienda de uso turístico es imprescindible poseer “licencia de uso terciario de la clase de hospedaje”, que tiene que ser otorgada por el propio consistorio. El número 68 de Gran Vía solo tiene licencia para uso residencial, no terciario. De estos últimos hubo varios que admitieron estar haciendo “una actividad ilegal” y firmaron un acuerdo transnacional “comprometiéndose al cese”. En la actualidad se están dedicando a uso propio o alquiler de larga duración.
Ahora mismo, en Gran Vía 68 solo quedan dos inmuebles “recalcitrantes”, que pertenecen a una misma familia madrileña. “Muy maleducados, impertinentes, que van a todas las juntas a liarla”. Su denuncia ya está presentada ante el Ayuntamiento y en menos de un año se ha acordado el cese de la actividad. “Es muy importante que la denuncia esté bien hecha para que haya pruebas fehacientes, porque el ayuntamiento está sobrepasado. Si no tienes bien instrumentado que te están machacado es imposible. Nuestras pruebas eran irrebatibles”, asegura Jaime junto a los telefonillos de la calle.
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