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Las bandas juveniles por dentro: “Te enseñan a apuñalar sin miedo a las consecuencias”

Dos menores hablan desde el centro en el que están ingresados sobre cómo fueron sus inicios en grupos violentos, qué misiones les exigen y a qué se debe el aumento de su agresividad

Ramiro (nombre ficticio), uno de los menores que pertenece a una banda juvenil.
Ramiro (nombre ficticio), uno de los menores que pertenece a una banda juvenil.MOEH ATITAR
Patricia Peiró

Los dos adolescentes protagonistas de esta historia cuentan los días para recuperar su libertad. Ambos están en un centro de menores de la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor de Madrid por robos con violencia. Uno con condena firme, el otro, en situación provisional. Tienen 17 años, pero conocen los calabozos del Grupo de Menores de la Policía (Grume) desde los 13. A uno le faltan 48 días para salir, los tendrá que pasar en régimen cerrado después de haberse escapado en una de sus últimas salidas. Al otro le queda un poco más. Los dos conocen bien la realidad de las bandas juveniles.

Uno da el nombre de Ramiro, pero no es el verdadero. Ambos han aceptado hablar, pero con el compromiso de que no aparezcan su nombre y apellidos, ya que las bandas tienen un código de honor que les prohíbe hablar de ellas. Además, como son menores no debe revelarse su identidad. Ramiro reconoce abiertamente su pertenencia a una de las dos bandas juveniles mayoritarias en Madrid (Dominican Don’t Play y Trinitarios). El otro, que da el nombre de Manuel, sostiene que simpatizaba con integrantes de una de las minoritarias (Blood y Forty Two). Este año, las disputas de estos grupos enfrentados han dejado en Madrid cuatro muertos y más de un centenar de heridos.

Pocas veces existe la oportunidad de escuchar a los protagonistas de este juego macabro en el que cada vez intervienen agresores más y más jóvenes. Esta vez, ellos pueden explicar qué es lo que les lleva a formar parte de un grupo que los maltrata cuando no cumplen sus exigencias y en el que pueden llegar a perder la vida sin haber cumplido los 18. Lo explican por separado, pero sus relatos se entrelazan. Los dos son del sur de Madrid. Estos son todos los datos personales que se pueden revelar de ellos para proteger su seguridad y favorecer su reinserción.

El inicio

A los 14 años, ambos habían dejado atrás el colegio y el instituto. Pasaban el día en la calle o en casas de otros amigos. “Mi madre se iba a trabajar temprano, me levantaba, pero yo le decía que pasaba de ir al instituto. Ya había visto a mi hermano dejar de ir y yo quería hacer lo mismo. Ella no podía obligarme”, cuenta Ramiro. Ahora reflexiona en voz alta sobre algo que en ese momento ni se planteaba: “Me sentía solo, pero no porque mis padres no estuvieran, sino porque me sentía así y ya está”. Se pasaba el día en casa fumando porros. Sus padres también eran consumidores.

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La historia de Manuel es idéntica: “Dejé de ir a clase muy pronto, sentí que tampoco le importaba mucho a nadie que dejara de ir. Te vas perdiendo”. En ese momento, él jugaba a fútbol y fue en las canchas donde conoció a los miembros de la banda dominante en la zona en la que él ha crecido. “Me dijeron que si me quería unir. Dos o tres veces. Yo siempre dije que no, que iba con ellos, pero no iba a hacer ninguna de las pruebas que me pedían. No sé en qué consistían, pero no serían nada bueno”, dice con una voz casi susurrante.

Ramiro ingresó en esa época en un centro público especializado en trastornos de conducta. Para entonces ya consumía LSD, éxtasis y tranquilizantes. En ese momento conoció a su “mayor”. Un miembro de la banda a la que luego se unió. “Mi mayor es el que me fue enseñando. Él no me dijo que me metiera a la banda, pero yo le dije que quería porque allí me sentía querido, tenía todo lo que me daba la gana y quería ganarme mi respeto”, cuenta.

Ambos chicos han conocido los calabozos desde muy pequeños. Manuel cuenta que lo habrán detenido una docena de veces antes de su primera condena por robo con violencia. Rememora la primera. Fue en un centro comercial en el que una semana antes él y sus amigos habían atracado a otro chico. Unos días después volvieron porque era el Black Friday y la víctima los reconoció y llamó a la Policía. “Al principio sientes mucha adrenalina, pero después de unas cuantas veces cada vez sientes menos nervios cuando robas”, apunta.

Ramiro, más de lo mismo: “Mi madre ha sufrido mucho porque no podía hacer nada. Ha venido hasta mi abuela a buscarme al calabozo. Yo solo les decía que no me dieran la chapa”.

Fernando es el director del centro de menores en el que están ambos y reflexiona: “Un chico de 12 o 13 años no anticipa las consecuencias”. Desde su experiencia, asegura que los motivos por los que entran son siempre los mismos: necesidad de protección, búsqueda de una identidad y la pertenencia a un grupo. “Te pongo un ejemplo: un perfil muy común de estos chicos es el típico que de pequeño era gordito y se metían con él”, explica. “De repente aparece la banda y se dan cuenta de que adelgazan, los protegen y encima es él quien se pone a hacer lo mismo que le hacían a él”.

Manuel (nombre ficticio), otro menor en un centro de reinserción a la espera de juicio por robo.
Manuel (nombre ficticio), otro menor en un centro de reinserción a la espera de juicio por robo.MOEH ATITAR

El aprendizaje

“¿Quieres que te cuente la historia de los Trinitarios y los DDP?”, pregunta Ramiro. A continuación, hace una breve exposición teórica del inicio de ambas bandas y el porqué de su enfrentamiento histórico. Al principio —no especifica de qué momento habla— eran todos Trinitarios, explica, pero algunos miembros se rebelaron y fundaron los DDP. No da muchos detalles del porqué de esta escisión, pero sí sostiene que la reconciliación entre ambos grupos es imposible. A medida que avanza su discurso aumenta el acento y expresiones latinas. “En verdad casi todas las normas son las mismas”, reconoce. Así, con una especie de leyenda fundacional, es como sientan las bases del odio irracional entre contrarios.

Este adolescente pronto aprendió que no cumplir las normas traía consecuencias. Cada semana debía darle a su mayor siete euros. Si no los conseguía de sus padres, los obtenía con hurtos. Y cuando no llegaba a tiempo, el castigo eran golpes en las costillas con una tabla. “A mí me lo enseñaron así: si haces algo mal tu familia te pega, ¿no?”, explica tocándose la zona en la que le caían los golpes.

En este tiempo ha visto a amigos suyos perder extremidades por un golpe de machete o de catana, otro que perdió movilidad en la mano por un corte en los tendones…

—¿Y no te planteabas parar y alejarte de todo eso?

—No, lo que pensaba es que tenía que ser más duro, el más tigre de la calle, ser dueño de todo Madrid. Si tuviera miedo no hubiese sido lo que soy.

Aunque Manuel, el otro chico, insiste en que nunca entró oficialmente en la banda, sí cuenta que se ha visto involucrado en muchas peleas por una supuesta lealtad a los que él consideraba amigos. Además, por su pelo y su vestimenta lo han parado pandilleros para increparlo y hasta que no han revisado sus redes para ver que no sale con sus rivales en ellas no lo han dejado marchar.

Fernando, el director del centro, asegura que siempre está aprendiendo y formándose sobre el funcionamiento de las bandas. “Aunque siempre vamos por detrás de los chicos”, reconoce. Después de una década al frente del centro de menores en el que trabajan 60 personas, ha vivido la evolución de estos grupos violentos. “Ahora han aprendido, ya no llevan la vestimenta y los collares identificativos de antes”, aclara.

El rango

El rango se gana con misiones. Algunas de ellas pueden ser ir al “bloque” de los contrarios armado o conseguir dinero para pagar abogados para un compañero. El bloque es todo aquel punto de encuentro de un coro: un parque, un local, una cancha… “Si te retiras sin haber obtenido un rango, se van a reír de ti. Pero yo ya me he ganado todo lo que me tenía que ganar”, apunta Ramiro. Las misiones se deciden en reuniones periódicas que mantienen en sus bloques y en las que marcan una especie de hoja de ruta semanal o mensual.

La mano de Ramiro.
La mano de Ramiro. MOEH ATITAR

“Me enseñaron que yo salía a la calle y tenía que dar cates al contrario o apuñalar sin miedo a las consecuencias. Aunque eso nunca lo hice. Ahora ya no pienso así, no quiero dejar a ninguna madre sin su hijo”, reflexiona. Explica que ahora ya las nacionalidades no importan a la hora de aceptar nuevos miembros. Él es español. “Ahora quieren lo que sea para ser más grandes y que haya más acción, más gangueros”, resume. Fernando, el director del centro, lo confirma: “El componente identitario ha perdido mucho peso: antes era imposible ver un latin king que no fuera ecuatoriano, eso ahora da igual”.

Para Manuel, cualquier chico de 13 o 14 años sabe todo sobre bandas. Sus miembros, sus códigos y sus canciones están al alcance de cualquiera de estos adolescentes con un simple clic: “Lo ves todo por Instagram. Está de moda”. Él se preocupaba de no aparecer con sus amigos en las publicaciones en redes para que no lo tomaran por miembro oficial y pudieran ir a por él si lo veían solo. “Ahora se están creciendo más porque salen en la tele, porque ganan seguidores y por las canciones que graban. Se están creyendo famosos”, sostiene sin dudar.

Pero luchar por el rango no siempre es fácil. Manuel cuenta que muchos de sus amigos que sí pertenecían a la banda le contaron que se sentían “extorsionados”. “Los veía mal, me decían que si se querían salir tenían que dar mucho dinero”, relata.

La salida

Para salir de la banda, hay que solicitarlo formalmente. Con una carta o una reunión en la que le pidas a tu mayor “dejar de correr”. “Seguramente te piden una última misión, la gorda”, especifica Ramiro. Este chico asegura que ya quiere otra vida, ganar dinero trabajando en la construcción y que se irá de Madrid si hace falta. Le ha pesado que ninguno de sus compañeros se haya puesto en contacto con él desde su detención. “Aquí no me ha llegado ninguna carta, ni se han acercado a mi madre a preguntarle si está bien”, se queja. Manuel, por su parte, asegura que quiere estudiar. “Hacer un módulo de electrónica”, señala.

La mano de Manuel.
La mano de Manuel. MOEH ATITAR

“En el pasado hemos llegado hasta los últimos pasos para sacarlos. Recuerdo una vez que yo medié directamente con el jefe de los Latin King en Madrid para que dejaran que un chico se fuera. Estaban muy fuertemente jerarquizados. Con las bandas actuales eso es imposible, no sabes a quién dirigirte, o no es tan fácil encontrar esa figura de autoridad”, detalla Fernando.

El director del centro recuerda un caso de éxito de entre muchos otros. Cuenta que uno de los refuerzos positivos que buscaron para el menor fue un equipo deportivo. Durante nueve meses acudió a los entrenamientos y los partidos oficiales. Cuando vieron que la cosa funcionaba, negociaron con el dueño del equipo, que es empresario, un puesto de trabajo para el joven. Este le pagó al menor el curso del carné de conducir y se comprometió a contratarlo en cuanto se lo sacase. “Pueden ser muchas otras cosas: contacto con asociaciones juveniles, con los servicios sociales de su Ayuntamiento, equipos de fútbol o de baloncesto, los centros de atención a las adicciones de los barrios… Todo lo que les ayude a resistir la presión y les refuerce una vez que nosotros desaparecemos”, detalla.

Es imposible saber si su paso por el centro logrará la desvinculación definitiva de estos dos adolescentes con las bandas. “Tenemos mucho éxito en la reinserción, pero no siempre es posible”, admite Fernando.

Ramiro sigue descontando los días en el calendario para volver con su familia y Manuel saborea la reciente victoria en la Champions de su equipo mientras llega su juicio. Lo que pase fuera depende de ellos.

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Sobre la firma

Patricia Peiró
Redactora de la sección de Madrid, con el foco en los sucesos y los tribunales. Colabora en La Ventana de la Cadena Ser en una sección sobre crónica negra. Realizó el podcast ‘Igor el ruso: la huida de un asesino’ con Podium Podcast.

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