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Auge y declive de una vivienda social

Los arquitectos madrileños premian una promoción municipal de Villaverde en la que nadie quiere vivir. Sus vecinos denuncian tráfico de drogas, robos, prostitución y al menos una agresión sexual

Alquiler social
Promoción de vivienda municipal en la calle de Arroyo de la Bulera, Villaverde.DAVID EXPÓSITO
Miguel Ezquiaga

Compresas ensangrentadas, envoltorios alimenticios y preservativos usados. Los balcones del primer piso se han convertido en un basurero para los inquilinos de alturas superiores que arrojan sus desechos. En las zonas comunes, apesta al orín de los perros que evacúan aquí día sí y día también, corroyendo el yeso de un soportal abierto al patio. A este espacio descubierto, acotado por dos bloques de ladrillo azabache y ocho alturas, se asoma con prismáticos una mujer que rápido da el queo ante la presencia de extraños. “¡Aquí no hay nada que ver!”, se desgañita desde la ventana. Un centenar y medio de arquitectos madrileños colegiados avalan esta promoción municipal como la mejor de los últimos años. Sus dos autores, Mathias Schütte y Ramón González, recogerán un galardón el próximo día 23, en presencia del concejal de Vivienda, Álvaro González.

Pero el pionero sistema de persianas exteriores que le ha valido al inmueble la mejor calificación de eficiencia energética no logra ocultar la realidad del interior. El tráfico de drogas, la basura, los robos, la prostitución y al menos una agresión sexual denunciada el mes pasado quiebran la convivencia de su medio millar de residentes. Tanto es así que Cristina Escribano, adjudicataria de 50 años, fantasea con “ganar la lotería navideña y volar fuera de aquí”. Tras separarse, se instaló con sus dos hijos en casa de los abuelos, hasta que la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo (EMVS) le concedió un piso en el novísimo barrio de Butarque, en Villaverde bajo. La noticia llegó como “una bendición” para alguien con la vida patas arriba y trabajo solo a media jornada en el cuerpo administrativo del Ayuntamiento.

Cristina Escribano, una de las inquilinas del edificio Arroyo Butarque, en Villaverde (Madrid).
Cristina Escribano, una de las inquilinas del edificio Arroyo Butarque, en Villaverde (Madrid).DAVID EXPÓSITO

Así se mudó hace un trienio a esta zona residencial sin centros de salud ni tiendas, tan en ciernes como sus planes de futuro, pero plagada de grúas y publicidad inmobiliaria. “Pensé que era un buen lugar donde establecerse”, recuerda en su coqueto apartamento de paredes grises y muebles blancos. Dos habitaciones y cocina americana por las que paga una renta de 260 euros más 50 de comunidad. Tal recibo incluye la limpieza y mantenimiento del edificio, insuficiente a juzgar por tanta colilla tirada al suelo y aquella destartalada cancela que da acceso al interior hueco de la manzana. Escribano asegura que “lleva rota desde antes de la pandemia”. Igual que muchos buzones, utilizados para despachar hachís y cocaína, cuenta Malick Alzer, un residente de 32 años y natural de Senegal: “Rompen la cerradura para que el cliente recoja la cantidad comprada”.

Los camellos más jóvenes han dejado las esquinas y ahora juegan en casa. Pero este correo de la droga no es lo que más preocupa a sus mayores. Tampoco la prostitución que se ejerce a la luz del día, en ocasiones solo a cambio de cerveza, pizza o un par de chinas. Desde el 28 de septiembre, el vecindario contiene la respiración por la agresión sexual a una niña de 15 años. Sucedió cuando otro inquilino en la veintena y con discapacidad se subió junto a ella al ascensor, instantes antes de que este se cerrase. Allí la retuvo, de acuerdo con la denuncia interpuesta por ella: “[Comenzó] a manosearme, me tocaba los pechos, pasó la mano por mi culo y mis genitales”. El relato de la menor sigue así: “Me arrinconó e hizo el amago de bajarse los pantalones, pero se abrió la puerta y yo empecé a gritar, él se fue por el garaje y yo llamé a mi madre”.

Ante el Defensor del Pueblo

El supuesto agresor permanece en libertad a la espera de juicio, por lo que la joven tiene pánico a darse de bruces con él. Su madre la acompaña al ir y volver del instituto, acaso se cumpliese el vaticinio. También continúa viviendo en este edificio el cabeza de familia que amenazó a punta de navaja, en junio de 2020, al vigilante de la EMVS. Este encargado de custodiar los cinco pisos aún sin adjudicar había reprendido a su hijo por jugar al balón en el interior de la finca. La cosa no llegó a más y el vigilante declinó presentar cargos, solicitando tan solo un traslado, confirma la empresa municipal. “¿Cómo puede ser que el atacante siga entre nosotros?”, se pregunta indignada otra vecina, de 50 años, que llevó el amargo caso del vecindario ante el Defensor del Pueblo. La carta manifestaba robos en los trasteros y garajes, así como tráfico de estupefacientes y ruidos.

La EMVS contestó a Francisco Fernández Marugán: “No se tiene constancia de que los causantes de estos actos delictivos sean personas adjudicatarias de vivienda”. En relación a los ruidos intempestivos y la acumulación de basura en pasillos y patios, la empresa aseguró estar desarrollando programas de intervención familiar que promuevan la comunicación y el civismo. Es cierto que una pareja de mediadores realizan visitas semanales, aunque con resultados desiguales. En el bajo comercial del inmueble se encuentra además el servicio de prevención de la Junta de Distrito de Villaverde, abierto con el objetivo de resolver conflictos de contigüidad. Llama a su puerta Marcos Montoya, transportista de 47 años que alberga dudas sobre un multa de Tráfico recibida tras rozar los 200 kilómetros por hora. “Es que no entiendo el lenguaje”, se queja.

Las bondades constructivas, como una doble orientación que optimiza toda iluminación natural, parecen invisibles a los ojos de esta comunidad herida. El último damnificado por el negocio del crimen ha sido Bayron, un perro de caza muy dado a olisquear el descansillo y las escaleras. Su dueña temió lo peor tras advertir que el animal no había conseguido pegar ojo en dos días. Se mostraba inquieto, espasmódico, como si una corriente eléctrica le recorriese el cuerpo de extremo a extremo. El veterinario determinó, al fin, que sufría intoxicación por cocaína, ingerida tal vez en una de sus aventuras olfativas. Tras el tratamiento de una semana con cinco benzodiazepinas cada día, Bayron consiguió salvarse contra todo pronóstico. Apenas se detiene desde entonces en el rellano ni en las escaleras.

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Sobre la firma

Miguel Ezquiaga
Es redactor en la mesa web de EL PAÍS. Antes pasó por Cultura, la unidad de edición del diario impreso y ejerció como reportero en Local. Su labor informativa ha sido reconocida con el Premio Injuve de Periodismo, que otorga el Ministerio de Juventud. Cada martes envía el boletín sobre Madrid.

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