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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuerpos

Hoy la libertad es una extraña forma de nombrar, disfrazada, la opresión

Paco Cerdà
Turistas en Benidorm, en una imagen de diciembre.
Turistas en Benidorm, en una imagen de diciembre.Mònica Torres

El enterrador. Lo llamaban el Tío Mudo, y eso que era el pregonero del pueblo. Vestía de riguroso luto, porque también era el enterrador. Y aún tenía otro oficio: capaba animales. Un día, alguien difundió el bulo de que el Tío Mudo había aprendido a capar experimentando con los muertos antes de enterrarlos. El misterio envolvía su negra silueta. Los niños lo temían, al Tío Mudo. Y se contaban unos a otros, para calmarse, que cuando uno está muerto ya todo da igual, y que solo servimos para criar malvas.

La historia la cuenta Carmelina Sánchez-Cutillas, esa voz rebelde de la literatura en valenciano que convertía el silencio en poesía, el ayer en siempre, el paisaje en valor moral. Una alquimista que trocaba en arte la vida pequeña. Una flâneuse de la memoria. Esa voz queda y secreta de nuestras letras llega, por fin, al castellano. La editorial Renacimiento publicará en breve la joya de su silvestre corona: Materia de Bretaña. Un libro que resucita un mundo perdido y a una autora demasiado ignorada. Y uno se pregunta, tantas veces, por qué es tan difícil ver traducidos al castellano a nuestros grandes autores. Ni rastro apenas de Vicent Andrés Estellés en pleno centenario. Apenas nada traducido y en circulación de Joan Fuster, pensador europeo a pesar de lo que opinen algunos analfabetos. Inencontrables, muchas veces, nuestros clásicos. Somos un país mudo más allá de nuestras fronteras. O mejor: un país engullido por otro país sordo. Pregonero, pero castrador. A veces enterrador.

Sin enterrar. Es la historia de la semana: la banda que vendía cadáveres por 1.200 euros a las universidades valencianas para que futuros médicos los diseccionasen y desmembraran, como hacía el Tío Mudo con los animales. Preferiblemente buscaban muertos que fuesen pobres de solemnidad, ruina constante más allá de la muerte. Mejor si eran extranjeros, con vidas tan precarias que nadie fuera a reclamar el cadáver.

Extranjeros. Vuelven los extranjeros al debate. En Cataluña hasta parece cool reflexionar cómo los emigrantes desnaturalizan la Catalunya eterna. Es la teoría de la sustitución, el gran reemplazo: más Mohameds que Jordis. Peligro. Es el zarpazo del populismo de siempre. El que no habla de los residentes, ni de los visitantes, ni de los turistas. En plata: el que no habla nunca de los 85.000 británicos asentados en la Comunitat Valenciana, tan difusos que su rastro apenas se huele, sino de los 93.000 marroquís. Y son casi los mismos. Pero no son lo mismo. Un rico de fuera es un residente. Un pobre de fuera, un inmigrante. Y si es pobre de solemnidad, igual hasta su cuerpo sirve para la rapiña. Total, qué más da. Turistas que hagan imposible alquilar piso, welcome. Extranjeras que laven el culo de nuestros padres, las necesarias. Ni una más. El racismo es nuestra forma de nombrar el clasismo. Al final: el egoísmo.

Enterradas. Entro a una librería de viejo. Compro el libro Gente del Rincón, de María Ángeles Arazo: otra forma de ver nuestro interior desde los inicios de la fractura rural, cuando los cuerpos se marchaban del pueblo a la ciudad y las mentes se quedaban dislocadas entre aquí y allá. En la librería me llama la atención una revista. Se llama Vindicación feminista. Feminismo rompedor, y con conciencia de clase, en el año 78. Una gran revista con Lidia Falcón, Ana Moix, Maruja Torres y Montserrat Roig medio siglo antes de que alguien impulsara con dinero público una oficina antiabortista en Alicante. En sus páginas leo un reportaje sobre un hogar de emergencia social donde malvivían las mujeres más miserables. Mujeres que habían sido prostitutas en su juventud y cuyos cuerpos sirvieron hasta que ya no servían más. Cuerpos viejos que parecían pingajos humanos. Cuerpos mudos para el machismo. Ayer, hoy. La libertad es una extraña forma de nombrar, disfrazada, la opresión. Al final: el egoísmo.

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