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OBITUARIOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miquel Barroso

No hacía falta ser amigo suyo para que Barroso te invitara a comer o cenar. Le bastaba saber que podía compartir contigo su contagioso sentido del humor

Miguel Barroso en Madrid .  © LUIS SEVILLANO
Miguel Barroso en Madrid . © LUIS SEVILLANOLuis Sevillano
J. Ernesto Ayala-Dip

El sábado me levanto con la noticia de la inesperada muerte de Miquel Barroso. Me quedé atónito. Barroso transmitía siempre la impresión de que nos sobreviviría a todos, tal era su desbordante y contagiosa vitalidad. Por eso su muerte me dejó helado. Como si se me hubiera muerto un ser querido o mi mejor amigo. Y lo curioso es que Miquel no era mi amigo. Tampoco un saludado, que diría Josep Pla, pero sí fue para mí un íntimo conocido. (Creo que él hubiera aprobado esta categoría).

Conocí a Miquel Barroso a finales de la década de los setenta. Era amigo de un amigo mío. Ambos militaban en Bandera Roja. Por eso cuando se fundó la legendaria revista El Viejo Topo, yo acudí a una entrevista con él que me había facilitado mi amigo. Me recibió en su despacho de la calle de Casp. Me obsequió con un café, que fue a buscar él mismo. Me dijo que había leído algunas cosas mías en el suplemento de este mismo diario, que entonces se llamaba escuetamente Libros. Aceptó enseguida mis sugerencias de artículos y una entrevista a Manuel de Pedrolo, que al final la hicimos con Marcelo Cohen. Hacia 1978, Barroso se inventó unas jornadas culturales, entre los cuales asistieron las más notables cabezas pensantes de la filosofía, la antipsiquiatría y la política europeas de aquella época. (Me ofreció que yo cubriera la información para EL PAÍS. Me dio el teléfono de Juan Cruz, jefe entonces de Cultura para coordinarnos. Llamé a Juan Cruz y me dijo que ya lo haría él solo.) Unos años más tarde, en un Sant Joan, lo volví a ver en casa de mi amigo. Fue acompañado de una chica un poco más joven que él, que, según supe por mi amigo, era una bisnieta de Francesc Macià. Esa noche supe por Barroso que yo tenía “pelo malo”. Así le decían en Cuba a los que tenían el pelo como yo.

Volvieron a pasar otros años. Barroso estaba en Barcelona y venía a hacerse cargo del FNAC de la Diagonal. Me llamó para quedar para comer. No hacía falta ser amigo suyo para que Barroso te invitara a comer o cenar. Le bastaba saber que podía compartir contigo su contagioso sentido del humor y escuchar hasta el infinito sus relatos basados en hechos reales, como se dice ahora. No fue por él, sino por mi amigo que supe que acababa de escribir una novela negra ambientada en Cuba. Una maravilla de novela, pude constatar cuando la leí. Ya en el siglo veintiuno coincidimos en un premio Nadal. Se acercó, nos presentó a mí y a mi mujer, a la ministra Carme Chacón.

He leído estos días artículos sobre su muerte. Casi no leí nada sobre su vida en Barcelona. La gente lo llamaba generalmente Miquel, porque hablaba perfectamente el catalán, lengua en la que se solía expresar habitualmente, mientras vivió en Barcelona. No voy a olvidar nunca aquella noche de Sant Joan. Todos, menos yo, hablaban en catalán. En catalán también hablaban entre ellos, Barroso y la joven descendiente de Macià.

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