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REFERÉNDUM
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘La generació de l’1 d’octubre’

El paso del tiempo ha ido reduciendo el tamaño de esa generación que, a fuerza de exigir pureza, ha excomulgado a buena parte de sus seguidores iniciales

Laura Borras
28/07/2022 - La Presidenta del Parlament de Cataluña Laura Borràs, suspendida de su cargo y de su escaño de diputada por la Mesa del PArlament. Foto: Massimiliano MinocriMASSIMILIANO MINOCRI
Manel Lucas Giralt

El caso Laura Borràs ha devuelto debates sobre la patrimonialización de la política, el autoritarismo, la coacción a periodistas o la rivalidad independentista. Pero sólo tangencialmente se ha citado un concepto clave: La generació de l’1 d’Octubre. Fue Borràs quien se definió como miembro de esa generación, la que descubrió la política con el referéndum y el procés. Hasta entonces, un sector muy numeroso de la sociedad catalana no prestaba especial atención a la política.

Una parte de esa población —La Generació de l’1 d’Octubre o, según el historiador Enric Ucelay da Cal, “los indepes”— se politizó con el discurso de los partidos independentistas a partir de 2012. Un discurso sencillo: la secesión es el único camino, será fácil si vamos todos juntos, y quien no se apunte es un enemigo. Conceptos como “la revolució dels somriures” reforzaban la idea de pueblo elegido.

La generació de l’1 d’Octubre asumió ese discurso con toques de religión y fútbol. Una ideología que, por un lado, planteaba el debate político desde el terreno de la ética, donde el discrepante es, sobre todo, alguien perverso, y donde la fidelidad al guía es absoluta. Y por otro, promovía una solidaridad grupal que identifica claramente a los propios y los ajenos y un hooliganismo con acciones colectivas que sólo desde dentro del grupo pueden ser justificadas, desde cementerios con cruces amarillas u homenajes a un bolardo damnificado.

Para esta generación, cuestiones como la separación de poderes eran una anécdota superable. Esto vale para defender las interferencias entre Govern y Parlament, o encontrar normal que dirigentes independentistas sin cargo se paseen por el balcón de la Generalitat colgando una pancarta. Pero también para identificar al Estado español como un todo, de modo que jueces, Gobierno, oposición, cuerpos policiales o Monarquía actuarán siempre coordinados, incluso con la connivencia explícita de la gente de a pie.

El paso del tiempo ha ido reduciendo el tamaño de esa Generació de l’1 d’Octubre que, a fuerza de exigir pureza, ha excomulgado a buena parte de sus seguidores iniciales. El peso de los acontecimientos también ha fomentado la apostasía voluntaria. Los irreductibles están representados hoy en los fieles que apoyaron a Laura Borràs en el parc de la Ciutadella, los que atacan a TV-3 por “españolista” o las juventudes de Junts per Catalunya que llaman traidores a los miembros de la Mesa del Parlament, incluido Carles Riera, líder de la CUP e independentista desde la cuna. Han dejado atrás la revolución de las sonrisas y están en general malhumorados. Se sienten traicionados por la mayoría de sus representantes, pero no por haberles contado, durante varios años, un discurso que no se correspondía con la realidad —el de la independencia fácil, rápida e indolora—, sino precisamente por no mantenerlo una vez ha quedado claro que no era practicable. Siguen convencidos de ser los únicos honrados en una Gomorra de malvados, los únicos sabios en un páramo de ignorancia, y piensan que una sentada en la AP-7 a la altura de La Ràpita sería suficiente para desestabilizar al Estado. Se suele responsabilizar de los fenómenos políticos a los profesionales, pero no se puede olvidar que, para triunfar, necesitan una base social que les apoye.

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