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Obituario
Columna
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Oriol Bohigas, un urbanista intelectual

El catalán fue una voz crítica de la arquitectura de Barcelona y de su tiempo

Oriol Bohigas, en su casa en la plaza Real de Barcelona, en 2010.
Oriol Bohigas, en su casa en la plaza Real de Barcelona, en 2010.carles Ribas
Jordi Amat

La noche del 25 al 26 de julio de 1992, es decir, la noche de la inauguración de los Juegos Olímpicos, Oriol Bohigas –tenía 66 años, era uno de los padres de la Barcelona moderna– escribió en catalán una carta al alcalde Pasqual Maragall. La cita es larga, pero vale la pena porque es lúcida, es conmovedora y es una autobiografía implícita del lugar que el urbanista Bohigas sabía que le correspondía en la historia de su ciudad. “No puedo dejar pasar esta fecha sin manifestarte mi admiración y mi agradecimiento como ciudadano. Ya lo sabes, y te lo he dicho muchas veces, pero es necesario volver a afirmarlo precisamente hoy, cuando toda tu inmensa tarea, tu inteligencia y tu imaginación han alcanzado los objetivos previstos. Esta ciudad que tú has fabricado, estas ilusiones que nos has comunicado son un acontecimiento extraordinario en lo que todos nos vemos fundamentalmente relacionados. A partir de ahora la ciudad es ya otra cosa, con más posibilidades y también con más obligaciones. Yo creo que todos se verterán con entusiasmo hacia los retos del futuro precisamente porque tú ya ente educado en este esfuerzo”. Hablaba del alcalde y hablaba de sí mismo. Esta historia terminó ayer cuando Bohigas falleció a los 95 años. Había nacido en 1925.

Desde los veinte años fue una voz crítica de la arquitectura de su ciudad y su tiempo. Desde el primer momento se afirmó como uno moderno. Como uno moderno interpretó a Eugeni d’Ors, cuando todavía no había acabado la carrera de arquitectura, y el 1949 Ors lo hizo exponer en el Museo Nacional de Arte Moderno junto a clásicos de la vanguardia plástica –Torres Garcia, Miró, Dalí–, pero también con los jóvenes del arte nuevo: Oteiza, Zabaleta o los subversivos de Dau al Set. Ser activista de la modernidad arquitectónica equivalía a cargar sin matices contra la tendencia dominante y Bohigas lo hizo desde el primer momento.

No siempre pudo hacerlo. En 1950 ya le censuraron un texto sobre el GATCPAC con una elaborada argumentación del censor: “No. La arquitectura moderna ES rojo-separatista”. Pero cuando podía, mordía. En enero de 1951, en el semanario Destino, a la vez que exigía una nueva arquitectura para Barcelona, cargaba con dureza contra la arquitectura franquista, afirmando: “Nuestras últimas producciones las ha guiado la adaptación de elementos clásicos con un provincialismo de arquitectura sudamericana”. Entonces puso en marcha el Grupo R, militantemente moderno, y como arquitecto moderno, con 30 años, escribía a Mies van der Rohe proponiéndole reconstruir su pabellón construido con motivo de la exposición universal de 1929.

Con este bagaje, Bohigas sumaba y se sumaba al catalanismo progresista. Lo hacía con conocimiento y profesionalidad, pero hacía también con una determinada actitud: la libertad intelectual, rasgo distintivo de su personalidad civil. La libertad que le permitía criticar la Sagrada Familia o el porciolismo cuando nadie osaba hacerlo, por ejemplo.

Esta libertad se define por defender en público de una manera rotunda lo que racionalmente se piensa, aunque incomode o impugne el discurso dominante. Expresando en público lo que alguien considera cierto se ejerce una forma de compromiso que enriquece el nervio de la sociedad a la que se pertenece. Lo hará en la prensa. Lo hará en sus dietarios autobiográficos. Lo hizo en sus cartas. Era un hombre auténticamente libre. Para ejercer esta libertad intelectual hay que tener libertad de espíritu y eso, en un país donde la libertad estuvo sistemáticamente castrada durante décadas, tuvo mucho mérito. Bohigas tuvo el coraje para decirlo. Por muchos motivos, pero esencialmente porque tenía la semilla de la libertad en la conciencia. La semilla de la pedagogía republicana que, en Cataluña, tuvo su encarnación militante en el proyecto pedagógico del Institut escola republicano. Fue alumno y propagandista infatigable. Y no es casualidad que en el Ayuntamiento de Maragall coincidiesen otras matriarcas de ese espíritu liberal: Marta Mata y Maria Aurèlia Capmany.

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A principios de la década de los sesenta, cuando el catalanismo logra dotarse de nuevas estructuras para repensarse, Bohigas está ahí con su primer libro. Redactado entre 1960 y 1962, cuando pone en marcha el estudio de arquitectura MBM Arquitectos, Barcelona entre el Pla Cerdà i el barraquisme es un clásico. En aquel momento, que era el del auge del desarrollismo y cuando a los pisos del Eixample les salían sombreros nuevos gracias a la legislación del alcalde Porcioles, Bohigas tuvo el coraje de escribir y publicar este diagnóstico sobre el presente de la ciudad. “Nuestro momento histórico no está solamente herido por un apoliticismo abrumador, sino a menudo empujado por un motor político no demasiado adecuado para el porvenir de Cataluña. Esta ausencia o esta distorsión se acusa, según todo lo que hemos dicho, en nuestros planteamientos urbanísticos y hace temer que algún técnico inconsciente –o perversamente consciente- establezca, las normas de crecimiento de Barcelona, sin meditar las palabras que hemos citado ni pensar las consecuencias; es decir: sin sentirse al servicio de una idea política coherente, como un simple tecnócrata aislado”. Bohigas tenía 37 años.

En el libro está explícita la idea de la responsabilidad social del arquitecto. La conciencia de que la hondísima transformación de la sociedad como consecuencia de la Revolución Industrial debía implicar, necesariamente, una transformación de la ciudad formulada, en toda su complejidad, por un urbanista. “La ciudad del siglo XX es una entidad creada precisamente por esta sociedad nueva, sin historia, que es el proletariado. Este proletariado presentaba un cuadro de necesidades que no tenía nada que ver ni con las residencias cortesanas, ni con las agrupaciones agrícolas, ni con los círculos burgueses medievales. El nuevo urbanismo tenía que darse cuenta de este nuevo problema y estructurar, por lo tanto, todo un nuevo programa”. ¿Qué programa? “El urbanista es un organizador, es el técnico que incluye en un solo plan las exigencias de la circulación, la formación de unas comunidades humanas, la economía de la producción común, las necesidades intelectuales, deportivas, sociales, los centros de diversión”. Barcelona no tenía ese plan. Bohigas sabía, como escribió Ors y él recuperaba, “las formas arquitectónicas de una época determinada de la Historia están en función de sus formas políticas”.

Urbanismo y política entrelazadas. No lo dudaba esta figura que participa de la subversión lúdica de la gauche divine. Vive el presente y es consciente de su pasado y sabe a qué tradición quiere ahijarse. La de la razón. La reivindicó en La arquitectura española de la Segunda República. Lo que reivindicaba en ese libro era la conexión entre una época y una esperanza política. “No se trata exclusivamente de un grupo de vanguardia progresista como base abonada y fructificadora de un cambio político, sino también de un nuevo régimen político convertido eficazmente en tierra abonada y fructificadora de una tendencia cultural”. Era lo mismo que, en privado y en una carta de 1964 dirigida a un miembro de la comisión de urbanismo del Ayuntamiento de Barcelona, explicitó: “Ser urbanista es empezar ya a ser socialista”. Ser socialista no equivalía a militar en un determinado partido político. No simplifiquemos. En la praxis de Bohigas era una derivada coherente de su apuesta por una modernidad de matriz republicana que tenía una tradición propia –la del novecentismo de masas- y una tradición foránea que él mismo identificaba con la translación arquitectónica de “las políticas socialdemócratas de la República de Weimar o la Viena roja”, como explicita en uno de los artículos de Elogi de la modernitat.

¿Ha sido Bohigas, en la Barcelona contemporánea, este urbanista que ha actuado como un político socialista con el afán de transformar la ciudad para que se adaptara al reto central de la modernidad? Tienen su sello desde escuelas a la Vila Olímpica, de la Universitat Pompeu Fabra al edificio RBA. La lista es larguísima. De profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura a principios de la década de los sesenta al presidente que salvó el Ateneu Barcelonès. No ha sido solo él, es evidente, pero él seguramente más que nadie. La transformación de la piel de Barcelona ha sido su gran obra.

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Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.

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