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‘Reinas’, las chicas dentro de las bandas juveniles violentas

Informantes y reclutadoras en la pandilla, portan las armas y sufren violaciones para entrar y “escalar”. Dentro son tratadas como “cueros”

Tres expandilleras en el Centro de Ayuda Cristiano de Madrid, adonde acudieron a buscar ayuda. / P.O.D.
Tres expandilleras en el Centro de Ayuda Cristiano de Madrid, adonde acudieron a buscar ayuda. / P.O.D.Patricia Ortega Dolz
Patricia Ortega Dolz

En la banda las llaman “reinas”. Aunque no son las que pegan los machetazos en las reyertas callejeras (caídas), desempeñan un papel crucial en estas organizaciones juveniles violentas, actualmente en expansión. Ellas son las que se encargan de las labores de información (”infiltrándonos en otras bandas para descubrir sus planes e identificar a sus “reinas”, cuenta una); son las que tradicionalmente portan y esconden las armas blancas (“porque no nos pueden cachear los policías hombres”, explica otra). Además, se encargan de reclutar a otras chicas (“invitando a amigas, o a amigas de amigas, a las fiestas para introducirlas”, dicen). Sin embargo, y aunque “entre ellas también hay jerarquías en función de su proximidad al líder”, señalan especializados investigadores de la Guardia Civil, “no participan en las reuniones en las que se toman las decisiones, son tratadas como puros objetos sexuales”, añaden. Y advierten los agentes: “En la banda, las discriminaciones machistas alcanzan su máxima expresión, son tratadas como “cueros”, y así las llaman también”.

En un segundo plano, la implicación de las chicas en las bandas juveniles violentas crece al mismo tiempo que proliferan y se expanden estos grupos. Así lo certifican, sin que todavía haya datos específicos al respecto, los grupos especializados de Policía y Guardia Civil, donde aseguran que “muchas veces todo comienza por la denuncia de una madre que ha perdido a su hija menor de edad, o han ido a buscarla a casa y la han pegado, o en el peor de los casos la han violado”.

Así se presentó Ana (nombre ficticio) en la comisaría de su barrio del centro de Madrid hace nueve meses. “Desesperada. No podía más. En un año mi dulce niña de 14, a la que me traje de Guatemala con mucho esfuerzo con nueve años, se había convertido en un monstruo: yo pensaba que iba a casa de esas dos amigas a hacer las tareas (eso me decía), luego empezó a ser arisca y hermética (creí que se había echado novio), puso un pestillo en su habitación, no me dejaba tocar sus cosas y menos su mochila (donde después descubrí que llevaba los machetes y las armas), se volvió agresiva, me pegaba, me robaba, me amenazaba, dejó los estudios (le había dicho a los profesores que yo estaba enferma para justificar sus faltas), venía a casa tarde y drogada... Hasta que un día me lo confesó: “Estoy con los Trinitarios y que sepas que estoy escalando y no voy a parar hasta llegar a lo más alto”, recuerda sus palabras. “No sabía que hacer, pedí ayuda en el instituto, fui a la policía (pero decían que no podían hacer nada si no la pillaban in fraganti porque tenía 14 años), fui al CAI (Centro de Atención a la Infancia), nada... Yo solo quería que acabase el calvario, que la encerraran, que se la llevaran, que hicieran lo que fuera”, dice Ana, que se aferró a la fe y acudió al Centro de Ayuda Cristiano de Madrid, donde asegura que encontró comprensión y orientación. “El día que finalmente fui a a comisaría a denunciar, mi hija llegó con las medias y las bragas rotas, magullada, con golpes, mordiscos, el pelo revuelto, el vestido mal puesto, sin sujetador, no logró pasar de la puerta de casa, se cayó en el suelo del pasillo y ahí se quedó. La habían violado en grupo. Mi niña pequeña, por la que yo me desviví, tenía 15 años”. Cuenta Ana que, tras poner la denuncia, dos agentes de la UFAM (Unidades de Atención a la Familia y Mujer) de la Policía Nacional fueron a por ella a su casa, “la llevaron al hospital, la vio un forense y luego al juzgado, pero no soltó prenda y hasta agredió a una agente”.

“Te van a eliminar”

Semanas después, y pese a las amenazas de su hija (“en cuanto vean que me llevas al aeropuerto te van a eliminar”, le dijo), Ana la montó en un avión con destino a Guatemala: “Allí ha visto lo que es vivir sin nada, como yo, que empecé a trabajar con siete años, pasando hasta hambre, hasta hace un mes que la he traído de vuelta para darle una segunda oportunidad”, cuenta Ana. Ahora, con 16 años, su hija (“escarmentada y arrepentida”) trabaja como dependienta en una tienda de la mañana a la tarde y Ana vigila su móvil, controla su bolso, repasa todos los bolsillos de su ropa y recoge su habitación (“ya sin pestillo”) cada día, mientras lucha contra una desconfianza feroz. Una de aquellas amigas, con las que supuestamente su hija iba a hacer los deberes, está en prisión.

Sandra (nombre ficticio) tiene 23 años y es de las pocas que ha logrado salir de la banda, tras años de pertenencia al grupo de los Ñetas, en un pueblo del sur de Madrid. “Mis padres se mudaron y cambié de instituto, allí conocí a la que se convirtió en mi mejor amiga y me introdujo en su pandilla”, recuerda.

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Tiene cara de niña, lleva brackets en los dientes, y su voz es suave y tierna. Nadie podría decir que durante años fue una infiltrada: “Yo estaba con mi amiga en los Ñetas, pero tenía un familiar en los Latin King, me dediqué a pasar información”, recuerda. “Lo que más me marcó fue saber que a un amigo mío de los Latin King lo mataron en Ecuador, después de que la madre lo hubiese sacado del país al saber que estaba amenazado por las pandillas: “No estoy a salvo en ninguna parte”, pensó.

Un juego adolescente

“Entras de la mano de una amiga, en un juego adolescente, pero luego es muy difícil salir, sobre todo cuando has manejado información: si sabes cosas, fuera te vuelves peligrosa”, cuenta, y recuerda que durante cuatro años debía de avisar cuando salía de trabajar en un bar para que le siguieran los pasos hasta su casa: “Yo veía cómo se iban asomando a las ventanas, de madrugada, para comprobar mi ruta”. Harta de sentir que “como mujer en una banda no vales, no tienes ni voz ni voto”, que “solo te usan para sacar información, portar armas o para el sexo”, que “eres un objeto que pueden desechar”, “hasta que todo te da igual”, un día “crucé la calle a sabiendas de que venía un coche...” La esquivó.

Sandra se armó de valor y habló con el jefe: “Le dije que no quería seguir, y se apiadó de mí, yo nunca fui a las reuniones mensuales en las que se repartía el dinero, se cuantificaban los reclutamientos, las zonas conquistadas y se marcaba la estrategia”, explica.

Para entonces, la vida en su casa ya era un infierno, solo había ido a clase cuando no había fiesta en la casa de los amigos: “En cuanto se iban los padres a trabajar por la mañana, íbamos a beber, a fumar y a drogarnos a las casas”. Estaba alcoholizada porque además tenía que ir a fiestas de contrarios en por información: “Debía conseguir que confiaran en mi”. Ahora se cruza a los de su banda por el barrio, se miran pero no se saludan. La ley del silencio impera. Sandra está en la universidad.

Los testimonios de las pandilleras se repiten. Marta (nombre ficticio) acudió a una matiné, “una discoteca para menores de edad” próxima a la parada de metro de Nuevos Ministerios, donde se reunían chicos y chicas de origen dominicano, como ella. Tenía 12 años —lo cuenta con 26— y había cogido el tren en un pueblo de la periferia madrileña con una amiga después de comer, “para llegar al sitio del que nos habían hablado a primera hora de la tarde”, recuerda. “El ambiente me pareció genial, con chicos diferentes, que bailaban con coreografías y señas que yo jamás antes había visto; el alcohol lo metían a escondidas, pregunté quienes eran y enseguida me dijeron que eran miembros de la banda de los Trinitarios y que ellos controlaban quién entraba y quién no en el local, me enamoré del líder del grupo y mi objetivo fue estar a su nivel”. Reclutó a chicas (“para ellos éramos carne fresca”, dice), vio cómo las drogaban y las violaban sin enterarse, guardó armas, protegió y ayudó a pagar abogados de miembros detenidos (”mi novio de entonces está en la cárcel”, asegura), se infiltró en otras bandas... “Por un tiempo sentí que tenía una misión importante que cumplir; yo, que antes no era nadie y sufría bullying”, recuerda. Vivió por y para la banda durante años, drogada, alcoholizada, hasta que acabó destruida y destruyendo a su familia. “Toqué fondo”.

Según las investigaciones de la Guardia Civil, dentro de la jerarquía de las “reinas”, mandan más las que están cerca de los cabecillas, estas son las que “les sirven” a otras chicas, “las que les dan las órdenes, las que organizan las pruebas de ingreso en la banda, casi siempre consistentes en mantener relaciones sexuales con algún miembro del grupo o con varios a la vez, y son las que les pegan si se portan mal”, señalan y muestran cómo ellas incorporan los peores roles machistas dentro de la banda. “Son objetos, trofeos, “cueros” de usar y tirar”, dicen. Según los investigadores, “en los puestos altos las chicas suelen ser latinas, pero cada vez entran más locales”.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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