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La solidaridad espontánea con los refugiados ucranios choca con los cauces oficiales

Los voluntarios se quejan de la inacción de la Administración y esta advierte de la necesidad de ordenar las iniciativas

María Martín
Parte de un grupo de 66 taxistas que viajaron a Varsovia para traer refugiados ucranios a España, en una imagen cedida por ellos.
Parte de un grupo de 66 taxistas que viajaron a Varsovia para traer refugiados ucranios a España, en una imagen cedida por ellos.

La prensa regional se ha llenado de los relatos emocionados de decenas de personas que han alquilado un autobús, lo han llevado a la frontera con Ucrania y han vuelto con grandes grupos de refugiados. Los titulares se los disputan ayuntamientos, párrocos, futbolistas, empresarios, asociaciones o ciudadanos anónimos que, desde que comenzó la guerra, sienten que tienen que hacer algo. Algunos han levantado el teléfono y se han coordinado con el Ejecutivo central, con su comunidad autónoma o con su municipio. Otros solo han hablado con la Embajada de Ucrania, a la que ya se le ha pedido que informe de cada iniciativa de la que tenga conocimiento. Otros, sin embargo, se han autogestionado el viaje, los fondos y la acogida de los recién llegados sin avisar por ningún canal oficial. “En situaciones de emergencia los protocolos sobran”, reivindica Vicente Jiménez, un coleccionista de arte que llevó a Málaga a 48 ucranios.

A pesar de que las autoridades insisten en que cualquier iniciativa solidaria tiene que comunicarse a los órganos competentes, siguen apareciendo autobuses fletados por todo tipo de colectivos que, cuando llegan a España, no siempre pueden garantizar un alojamiento y la atención adecuada a los desplazados. En muchos casos, aunque se instale a los refugiados en familias no hay un seguimiento o un control que garantice que son los lugares y las personas idóneas para hacerlo, como pretende el programa oficial de acogida familiar. Si bien, tarde o temprano, los desplazados acaban siendo registrados oficialmente porque es necesario acudir a la Policía para obtener los papeles que les permitan vivir y trabajar legalmente, fuentes gubernamentales advierten de que, por ejemplo, aún hay grupos de niños traídos con la mediación de algunas comunidades autónomas que siguen sin estar inscritos.

Quien ha montado estas operaciones de rescate por su cuenta se queja de la inacción o de la saturación de la Administración. O de que no responden sus correos electrónicos. En la Administración, por su parte, se advierte: “Solidaridad ordenada, sí. Desordenada, no. La ola de solidaridad se puede convertir en un tsunami que nos arrastre”. El reto no es solo controlar y atender a quién llega de una forma coordinada, sino evitar que las iniciativas individuales faciliten el trabajo de las mafias que trafican con personas y que ya están actuando en las fronteras.

El párroco ucranio Dmytro Savchuk, que regenta una iglesia ortodoxa en Huelva, ha sido uno de los ciudadanos que no dudó en sacar de los campos de refugiados a decenas de sus compatriotas. Salió en las noticias por haber fletado un autobús. “¿Uno? He traído cuatro autobuses y por los menos 15 o 20 furgonetas”, replica al teléfono. Unas 260 personas. Savchuk no se coordinó con nadie, más allá de las familias que acogerían a los desplazados. Él asegura que sí llamó, “al Gobierno” y a dos ONG, pero no concreta en qué términos ni cuándo. Insiste simplemente en que no le ayudaron. Algunos de los refugiados que llevó hasta España no tenían dónde quedarse y cuenta que un día tuvo que meter en su casa 26 personas. “Me han rechazado hoteles y todo. Hay sangre allí y aquí me dicen que tienen sus horarios. El Gobierno no levanta el culo”, afirma.

El Gobierno tiene acogidos en hoteles, albergues, centros y otros recursos a casi 16.000 ucranios y no está siendo fácil abrir plazas nuevas a la velocidad que escala el éxodo ucranio. Y la llegada inesperada de convoyes de autobuses llenos de refugiados complica aún más la acogida, especialmente en sitios donde hay un menor despliegue de camas. El alojamiento en los hoteles (o en otros recursos) que reclama el párroco no es algo automático, sino que para gestionarlo hay tres ONG designadas por el Estado. La coordinación y comunicación previa con estas organizaciones o con la Secretaría de Estado de Migraciones para que comprueben o garanticen la disponibilidad con cierto margen de tiempo debería ser la vía para evitar la frustración de Savchuk.

Vicente Jiménez, un coleccionista de arte antiguo, estaba en su casa de Málaga viendo las noticias cuando estalló la guerra. Su vinculación con Ucrania es fuerte. Estuvo casado 12 años con una mujer de ese país con quien tiene un hijo y vivió en el país durante un tiempo. “A los dos días no tenía como aguantarme, unos amigos me llamaron para intentar sacar a gente de allí y me hice 3.000 kilómetros con el coche”, relata. Cuando Jiménez estaba ya de camino a España, decidió volver a la frontera. “Me dio mucha pena, vi niños con la mirada perdida, mamás… Era un caos”, recuerda.

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Jiménez alquiló un autobús en Cracovia (Polonia) y a través de sus contactos en Ucrania localizó a un grupo de personas a las que traer a España. Había, sin embargo, más gente de la que cabía en el autocar. Además, Jiménez recibió la llamada de alguna autoridad de Málaga, no concreta cuál, en la que le pedían que desistiese de traer más gente. “Me advirtieron de que podía ser constitutivo de un delito de tráfico de personas. Me sentó fatal”, explica. Aunque el coleccionista no tenía intención de hacer caso a la advertencia, no había chóferes disponibles. Al final, pudo trasladar a 48 personas, pero casi 20 ucranios se quedaron en tierra. Algunos se quedaron con familias y otros fueron alojados en “albergues oficiales” con la mediación de autoridades locales a las que avisó antes de llegar.

Preguntado por si se coordinó con las ONG o el Ministerio de Inclusión, que son los responsables de la acogida, el coleccionista despeja: “Me da igual de quien sea la competencia, pero había que actuar. Lo que no se puede permitir es tener niños con mamás en las calles muertos de frío”.

Jiménez, que improvisó su misión durante los primeros días del conflicto, defiende ahora que estas acciones solidarias deben organizarse mejor. Y reivindica la presencia del Estado en las fronteras para apoyar y organizar iniciativas como la suya. “Ya ha pasado un mes y es hora de que el Gobierno tome cartas en el asunto”, mantiene. Su reivindicación es que se creen centros de recogida en las fronteras y que se lleve allí a funcionarios para que identifiquen a las familias que quieran venir a España. “Así de forma ordenada pueden llegar y que los distribuyan por el territorio”. No es un llamamiento para desincentivar más acciones solidarias, advierte. Al contrario: “Mi llamamiento es que si el Estado español no mueve el culo pues que los españoles se vayan allá y se los traigan. Que al menos tengan un lugar calentito donde poder comer”.

A Murcia, a bordo de un autobús de autoescuela, llegaron también 27 refugiados. El viaje lo organizó Mari Luz Marín, trabajadora de la Federación Regional de Organizaciones y Empresas de Transporte y defensora de la autogestión. La mayoría de los ucranios que llegaron en este autocar se han quedado con familiares, pero para una mujer y sus tres hijos y otras dos mujeres, que no tenían donde vivir, se han alquilado dos viviendas en Caravaca de la Cruz, un municipio de casi 26.000 habitantes. La acogida se gestionó a través de un grupo de WhatsApp en el que los 25 vecinos que participan aportan 50 euros al mes para pagar el alquiler. “Me parece mucho mejor, aquí están pendientes de ellas y todas las tardes va alguien a ayudarlas”, defiende Marín. La mujer asegura que volverá a hacerlo. “El otro día me llamaron desde un búnker para sacar a tres mujeres y sus hijos. ¿Qué hago? ¿Me espero a que la Administración se los traiga? Pues no. Me piden ayuda y yo me muevo”.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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