Parece un ataúd
A primera vista, cuesta ver que se trata de un piano con la boca abierta, como si le faltara la respiración. No deja de resultar curioso este detalle, pues lo normal es que, en unas circunstancias semejantes, la tuviera cerrada. Pero no. Muestra todos sus dientes, al parecer en perfecto estado, como para rogar que no se lo lleven al vertedero.
—¿Por qué no habríamos de hacerlo? —cabría preguntarle—, cuando ahí es donde han terminado todos los frigoríficos y todos los aparadores y todos los colchones de la vivienda. Hasta el álbum de fotos familiar y el diario de la adolescente de la casa han ido a parar a una de esas montañas de basura que nos mostraba la tele durante los peores días del desastre. La distancia, en principio insalvable, entre un mueble cualquiera y un escombro desaparece cuando interviene el lodo.
—Pero yo no soy un mueble cualquiera —nos diría el piano—, yo soy la música, presente, desde el principio de los tiempos, en las festividades religiosas y en las ceremonias paganas, y en las expresiones de tristeza y alegría de los pueblos. Yo soy un vínculo entre las culturas. Yo he cohesionado a las multitudes, yo he sido el símbolo de la resistencia. Dentro de esta caja mancillada por el barro hay himnos y canciones románticas y sinfonías cultas y melodías populares. Pero hay también horas de duro aprendizaje. Observad las huellas dactilares que han dejado en mis teclas los dedos de quienes intentaron seducirme.
Quizá no sea esta la imagen más obvia del desastre, pero sí la de mayor carga simbólica. Me pregunto qué fue de este instrumento que en la foto parece un ataúd.
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