¿Presidente o chamán?
Ahí tienen al hiperactivo Donald Trump en campaña. Los caminos de las campañas electorales, como los del Señor, son inescrutables. En esta ocasión, sus asesores lo han llevado a un McDonald’s buscando que el votante lo identifique con un pobre trabajador de esa cadena de hamburguesas. Lo curioso es que quizá lo consigan. Aunque haya llegado al lugar protegido por un séquito, no sé, de 100 personas entre guardaespaldas, policías y médicos de todas las especialidades, por si hubiera que atenderlo in situ de una insuficiencia cardiaca o de un ardor de estómago, a pesar de haberse bajado de una limusina que parece una caja fuerte, a pesar de todo ello, decíamos, se coloca el disfraz de chico de la freidora y la cosa funciona.
El disfraz funciona desde el principio de los tiempos. Se utilizaba ya en los rituales religiosos de las antiguas civilizaciones y se ha ido perfeccionando desde entonces. A veces basta quitarse las gafas, como Clark Kent, para que los demás crean que eres otro, y quizá lo seas, de ahí que el proverbio según el cual “el hábito no hace al monje” resulte equivocado. ¡Claro que lo hace!
Los votantes a los que Trump sirvió su pedido creyeron en la posibilidad de esa transubstanciación. O jugaron a ello, a creérselo. Significa que la comedia tuvo algo de misa, algo de oficio religioso con el que el candidato pretendía ganar las elecciones para ejercer, no tanto de político, como de chamán. En esa encrucijada, en la de ser gobernado por un presidente o por un brujo, se encontraba el país más poderoso de la Tierra, que finalmente eligió al chamán.
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