Una sintaxis rota
Este hombre abandonó de pie el lado de allá y llegó de rodillas al lado de acá. En medio de uno y otro lado, la nada. Nada entre aquello y esto, nada, excepto la monotonía salubre de tarde de domingo del mar, la monotonía del hambre y de la sed, la monotonía del dolor y de la muerte. No hay, pese a las embajadas y los consulados y los viajes diplomáticos, vínculo alguno entre la dimensión de la que escapa y aquella en la que intenta hallar refugio. Cuando lo hay, se trata de un vínculo histórico olvidado de colonialismos y tráfico de esclavos o diamantes que se cortó en su día como un cordón umbilical, o que funciona aún a través de las grandes corporaciones que hacen negocio con la riqueza del subsuelo o de la pesca, un poco como en el viejo Oeste. Aquí estoy yo. Esquilman lo esquilmable y desaparecen. Trabajan a la sombra de los paraísos fiscales y mueven fortunas a través de los espacios virtuales.
Llegan, en fin, estos náufragos de las antiguas colonias europeas saltando sobre las cenizas humeantes de una sintaxis rota, y han de abandonar la postura erguida para hacerse perdonar la miseria, el miedo, la soledad, el deseo. Ahí está, pues, el migrante de rodillas, como Dios manda y con la respiración entrecortada, recibiendo las indicaciones del primer aborigen enguantado con el que se tropieza y que le dice ve hacia allá o ven hacia acá con tu hipotermia, con tu ruido de tripas vacías, con tu raza, con tu desnudez, con tu muerte. Me pregunto cuánto tendrá que permanecer el náufrago en la misma postura, cuánto se tendrá que arrastrar para conseguir un estatuto de ser humano.
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