Un chapuzón en Le Bristol, el hotel donde duermen los ricos y famosos durante los Juegos Olímpicos de París
El hotel más parisiense del planeta cumple 100 años en plena celebración del mayor evento deportivo mundial y con todo vendido desde hace meses. Refugio de los poderosos, su fama bien ganada de lugar seguro y buen chocolate caliente ha llevado a pernoctar en sus suites a Beckham, Joséphine Baker o Woody Allen
Un señor de buen ver y gabardina cara se dispone a salir del hotel. Va con prisas y gafas empañadas. Quizá también estén sucias. Al pasar por recepción a dejar las llaves —imposible llevárselas a ningún sitio pues pesan demasiado—, un concierge le pide, por favor, las gafas. El señor las entrega en un acto casi reflejo. El empleado las limpia despacio y con dedicación. Las mira, las repasa y las devuelve. Todo en orden. De Le Bristol Paris no sale nadie que no esté en perfecto estado de revista. Es como salir de una casa familiar, lujosa y cara, es verdad, pero donde todos cuidan de ti.
Esta joya de la alta hostelería mundial está a punto de cumplir 100 años. Se inauguró en 1925, y desde entonces no ha hecho ni una mínima concesión a la modernidad. Propiedad de la familia Oetker desde 1978, es el único gran hotel de lujo que sigue en manos europeas y no forma parte de una cadena ni de una SL. “Pertenece a gente que existe y eso se nota”, resume Jean Marie Burlet, responsable de relaciones con el cliente. En 2010, Le Bristol fue el primero en conseguir la categoría palace del Ministerio de Turismo Francés, que distingue a los cinco estrellas de excepción. Solo hay 12 en París.
Han pasado tantas cosas aquí que el hotel se ha ganado su sitio en la literatura y en el cine. Woody Allen debió de pensar como los redactores de la Guía Michelin que, aunque había muchos hoteles en París que recreaban el lujo decadente del ancien régime, el único verosímil era Le Bristol Paris con sus muebles originales Luis XV y el retrato original de la reina María Antonieta firmado por François-Hubert Drouais, uno de los retratistas oficiales de la corte; los colores pastel, las llaves de 1925 y tres kilos de peso, y su servicio, “le plus chic et le plus discret” (el más elegante y el más discreto) de París. En la suite panorámica, una de las más solicitadas del hotel, el cineasta puso a una familia americana de clase alta a vivir su particular fábula parisiense en su película Midnight in Paris (2011).
Para los Juegos Olímpicos todo en el hotel está vendido desde hace meses. Aquí ya han llegado tirios y troyanos. La ubicación de Le Bristol en el 114 de la Rue du Faubourg Saint-Honoré, a pocos metros del palacio del Elíseo, hacen de este trozo del distrito VIII el perímetro más seguro de París. “Pase lo que pase en la ciudad aquí siempre se estará bien”, resume Burlet. Un argumento que también debió de servirle a Taylor Swift, que durmió aquí las noches de sus conciertos parisienses de The Eras Tour, o a David Beckham, que vivió durante seis meses en una de sus suites tras fichar por el Paris Saint-Germain en 2013. Al marcharse dejó 100 rosas rojas de regalo.
Le Bristol se ganó su crédito de refugio seguro desde la II Guerra Mundial. Su primer dueño, Hippolyte Jammet, era un visionario y su hotel fue el primero en tener aire acondicionado y servicio de habitaciones. En 1940, al oler el peligro de otra contienda mundial, construyó en el sótano un refugio antigás. En esa misma época ofreció su hotel al entonces embajador de Estados Unidos, William Bullitt, como Embajada y residencia de los estadounidenses que estuvieran de paso o atrapados en la ciudad. Con este acuerdo, Jammet consiguió que Le Bristol, aledaño a la Embajada alemana, se librara de las continuas requisas de los nazis. De paso le salvó la vida a su arquitecto principal: Leo Lehrman era judío y tenía a su cargo las obras de remodelación del edificio y pasó los años de ocupación escondido en la suite 106, a la que borraron el número e hicieron desaparecer de los libros de cuentas. De día permanecía oculto y de noche recorría los pasillos desiertos del palacete, hacía mediciones y proyectaba planos. Y así tres años hasta que terminó la guerra. Luego se fue y hasta hoy no se ha vuelto a saber de él ni de sus descendientes, a pesar de las pesquisas puestas en marcha por el actual equipo de Le Bristol para encontrarlo. El ascensor de la recepción, bellísimo y de hierro torcido, fue su obra maestra y la legó en agradecimiento a la propiedad del hotel.
A veces Tony Le Goff, jefe de los concierges, cuenta esta historia a los que esperan con prisas el ascensor, pero realmente su trabajo es otro: contarles París, llevarlos a sitios donde nadie puede entrar, conseguir entradas presuntamente agotadas, reservas en restaurantes con largas listas de espera, encontrar teléfonos confidenciales o arreglar citas improbables con parisienses ilustres (un cliente suizo le acaba de pedir un encuentro con Nicolas Sarkozy). “Mi trabajo es hacer realidad la idea de la ciudad que traen ellos en su cabeza”, dice Tony, que presume de que todo el mundo le coge el teléfono en París. “Mis conexiones son más personales que profesionales”, asegura. Ahora se empeña en conseguir que cierren el palacio de Versalles para una familia austriaca que detesta codearse con turistas. “No es gratis y será caro, pero es posible”, adelanta. Para San Valentín consiguió que abrieran el Museo Carnavalet de noche —gratis— para un matrimonio.
Los clientes que escogen Le Bristol para vivir el clasicismo francés con todos sus estereotipos tendrán aquí un problema: no encontrarán una baguette. Sí unos croissants deliciosos a 18 euros la unidad, o el mítico chocolate caliente a 19 euros la taza, del Café Antonia. Pero baguettes no hay. La decisión fue del chef Éric Frechon, que pilotó durante años Épicure (tres estrellas Michelin), el restaurante gastronómico del hotel ahora a cargo de Arnaud Faye —la cuarta estrella el hotel la consigue con su otro restaurante, la Brasserie 114 Faubourg—. Bajamos al panificio que funciona desde 2018 para comprobar de primera mano que no es posible dar a una masa madre viva, antigua y 100% natural la forma estilizada de la icónica barra de pan francesa. Así que, aunque se fabriquen 11 tipos de pan cada día, la mayoría son hogazas. Le Bristol es el único hotel del mundo con molino propio. También fabrica su pasta y su chocolate. El verdadero lujo no pregunta a los clientes por alergias o intolerancias.
Jean Marie lleva 30 años trabajando en Le Bristol y observa algunos cambios en la clientela. “Ahora gastan con más cuidado, preguntan precios, comparan y buscan ofertas por internet. También han cambiado los códigos del vestir. Antes era chaqueta, camisa y corbata. Ahora ya ni se viaja con corbata”, reflexiona. Él es el encargado de decir a los clientes que llegan en shorts y zapatillas a cenar en Épicure que no pueden entrar así a este templo de la gastronomía. “Les prestamos pantalones y zapatos, tenemos de todas las tallas. Una cena es una puesta en escena; si todo el mundo va disfrazado el espectáculo no estará en torno a la mesa, y será difícil concentrarse en la gastronomía del hotel”, zanja.
El responsable de relaciones con el cliente de Le Bristol domina el arte de decir “no” sin que el huésped apenas lo note. “Casi siempre saben la respuesta antes de preguntar. De vez en cuando le puedes decir: ‘Señor o señora, es la tercera vez que me pregunta lo mismo o que manda a otra persona a preguntarlo, ¿qué podemos hacer para entendernos?’. Hay muchas maneras de decirle a la gente que lo que quiere no es posible, pero no aquí”.
Si usted lleva una vida de amor y lujo es posible que tenga una mascota con los mismos privilegios. Le Bristol tiene una política pet friendly para ellas. Por sus salones hemos visto a un bulldog inglés deslizarse entre los sofás Luis XV, como si toda su vida hubiera entrenado para tumbarse en tapicería de gobelino o jugar con densos cortinajes. Socrate, el gato birmano que vive en el hotel, se prodiga poco. Hemos tenido que perseguirlo para hacerle la foto. Ha posado y se ha largado a uno de sus escondites favoritos. Con suerte, se lo podrá encontrar en su suite.
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