‘Decesionar’ contra la supremacía blanca
Vender arte de las colecciones estatales cobra fuerza para que las obras no queden fuera de juego del tiempo y la sociedad que viven
Enajenar lo inajenable. La legislación española prohíbe desprenderse de cualquier obra perteneciente a Patrimonio Nacional. El Prado, que atesora unas 27.000 piezas, no puede sacar al mercado ninguna, aunque sea irrelevante. El Gobierno autorizó en 1976 la venta de La crucifixión de San Andrés (1607), de Caravaggio, que hoy pertenece al Museo de Cleveland. “El error más grave de la historia del arte español”. Esa es la frase que utilizó el catedrático Francisco Calvo Serraller (1948-2018) para transmitir el daño de perder el cuadro.
Ha pasado medio siglo. Otro tiempo, otra sociedad. Pero es uno de los grandes debates del arte. Estados Unidos sí lo permite. De costa a costa. Desde el MET de Nueva York (vendió en enero un lienzo del pintor Gilbert Stuart) al MoMA de San Francisco, todos han decesionado (en el argot artístico) obras para completar la colección o cubrir gastos. En el fondo refleja una pregunta esencial: ¿qué significa un museo hoy? ¿Un contenedor de tesoros para las élites o un centro para la comunidad? ¿Es razonable que un artista que dona una obra espere que las futuras generaciones vean su trabajo a perpetuidad? ¿Cómo justificar que en Baltimore —donde la población negra supera el 65%— esté mejor representado el expresionismo abstracto blanco que la cultura afroamericana? El comisario Glenn Adamson acuñó el término “decesión progresista” para describir las ventas destinadas a eliminar la supremacía blanca en las colecciones.
Todo cambia. Lo que a una generación le parece una obra maestra, otra puede considerarla intranscendente. ¿Vender es una apostasía? “Desde la ética nada lo impide, pero hay que ser ultraconservador”, avisa Manuel Borja-Villel, asesor museístico de la Generalitat catalana. Enajenar —siempre— para comprar obra. “Una colección son estratos, y bajo ningún concepto un director debe deshacer lo que ha creado otro equipo”, advierte. Sin embargo, nadie quiere, tampoco, que sus fondos sean un bote navegando a contracorriente del espíritu de su época. “Me encantaría adquirir obras de grandes mujeres artistas (existen pocas en la colección Thyssen), aunque para ello hubiera que renunciar a alguna pieza de un artisto”, admite Guillermo Solana, director artístico del museo.
En América, muchas instituciones pequeñas y medianas —semipúblicas o privadas— dependen de las donaciones y la crisis ha esquilmado los fondos. El Museo Everson (Nueva York) vendió en 2020 por 11 millones de euros su único pollock (Red Compostion, 1946) para comprar —en plena pandemia— obras de mujeres y creadores negros. Pese a la caja vacía habría que arrinconar ese dogma neoliberal de que todos los problemas los soluciona el mercado. El Meadows de Dallas lo evita. “Examinamos con cuidado nuestras compras y tenemos el apoyo de la Universidad Metodista del Sur y de la Fundación Meadows, nuestro principal patrocinador”, describe Amanda Dotseth, directora de la institución. Tal vez, en 2024, una colección requiere salidas, omisiones; ir más allá de acaparar. Pese a ser un camino sin retorno.
Esos pasos los reconoce Gabriele Finaldi, director de la National Gallery de Londres. Vive idéntica restricción que El Prado. “La historia del coleccionismo es también parte de lo que tenemos que cuidar; nadie quiere asustar a los donantes y soy consciente de que se pueden cometer errores. El MET vendió un cuadro de [la pintora barroca] Artemisia Gentileschi porque no la consideraba una tela importante”. ¿Pero colgaba en las paredes correctas? Las obras de arte europeas en las instituciones estadounidenses —critica Nicola Spinosa, antiguo responsable del Museo de Capodimonte en Nápoles— son exiliados, pues no documentan la historia civil, cultural, política ni religiosa de las ciudades y los países donde se crearon. ¿Qué pintan fuera? Esa es la palabra que más cuesta averiguar del crucigrama.
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