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Pamplinas
Columna
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La palabra vanguardia

La ruptura es, por definición, el producto de unos pocos que imaginan formas distintas de las que aprendieron

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FPG / Getty Images
Martín Caparrós

Eran, pobres, los que iban adelante: ninguno quería. Eran, en general, los más pringados, los soldados menos valorados, quién sabe menos valerosos o valiosos, y entonces su capitán suponía que su pérdida no sería una gran pérdida y los mandaba allí, a la avant-garde.

Porque la palabra vanguardia viene, comilfó, del francés: la avant-garde, la guardia de adelante; esos pobres muchachos que caminaban al frente de la formación y corrían todos los riesgos. Era triste estar en la vanguardia, hasta que hubo un momento en que la palabra se deslizó hacia la política y empezó a ganar prestigio.

Fue en algún recodo del siglo XIX. La ayudaron, para empezar, aquellos volúmenes del general prusiano Carl von Clausewitz, 1820, que introdujeron la idea de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. La política ya podía leerse con vocablos bélicos y, sin embargo, la palabra no aparece, todavía, en un texto que de alguna forma funda y difunde la nueva idea de vanguardia, el Manifiesto comunista de Marx y Engels, 1848. Pero sí poco después, en esos años.

Entonces, los partidos del cambio —socialistas, anarquistas, revolucionarios varios— se imaginaron como una vanguardia: eran los luchadores que iban adelante, arriesgándose para que el resto de sus compañeros los siguieran. Era, sobre todo, una metáfora: su vanguardia consistía en pensar cómo sería esa sociedad deseada y qué medios debían usarse para conseguirla. Y convencer a cuantos más mejor de que valía la pena intentarlo —y guiar su movimiento.

La idea de vanguardia se extendió: en esos años cualquiera que quisiera cambiar algo se sentía “a la vanguardia”. Hacia fines del siglo XIX y principios del XX hacer arte era hacer arte de vanguardia, música de vanguardia, teatro de vanguardia, literatura de vanguardia. La idea de vanguardia estaba por todas partes y era lo que se llevaba: tanto que hasta un diario liberal —y más tarde condal— de Cataluña la tomó como nombre.

Pero a lo largo del siglo XX las vanguardias se fueron desarmando y, hacia 1980 o 1990, lo nuevo dejó de ser ruptura y se volvió negocio: la vanguardia musical se tornó pop, la literatura de vanguardia memoria quejumbrosa, el arte de vanguardia conceptos sin gran arte; pareció que, de pronto, los únicos que tenían vanguardia eran la moda y la gastronomía —sustitutos banales y venales de otras artes.

Y la política también abandonó la idea de vanguardia: sus consecuencias habían sido nefastas. Esos pequeños grupos que creían que sabían cómo tenían que ser las cosas solo produjeron, cuando triunfaron, dictaduras donde esos pocos controlaban todo, so pretexto de que ellos eran los que debían conducir a las masas en la correcta dirección. Y la idea de vanguardia se volvió un poco monstruosa y es muy difícil, ahora, pensar un movimiento pensando en una vanguardia que lo lidere.

Y es un problema, porque algo tiene que cumplir esa función. Las mayorías son, por definición, conservadoras. No siempre por convencimiento; muchas veces por pura y simple falta de imaginación. Las personas tienden a pensar que su mundo seguirá siendo como es: lo han hecho siempre. Y la suma de las personas lo piensa mucho más, lima las pequeñas diferencias que este u otro individuo podrían aportar. Los pueblos siguen viviendo como vivían si no aparecen personas o grupos de personas que les propongan otra cosa. La ruptura es, por definición, el producto de unos pocos que imaginan formas distintas de las que —como todos— aprendieron. Unas pocas mujeres que creyeron que ellas también debían votar, digamos, cuando todas las demás aceptaban que no.

Eso es lo malo, ahora, de las revoluciones: que precisan esas vanguardias que no saben no ser autorreferentes y mandonas. Solo unos pocos son capaces de pensar un mundo diferente. Solo unos pocos pensaron un mundo sin esclavos, un mundo sin monarcas, un mundo con mujeres, un mundo en libertad. Pero, en general, pensar lo diferente los lleva a pensar que los que no piensan diferente son su escollo y que, por lo tanto, debe ser removido: que es lícito y necesario removerlo. Y así esas vanguardias se convierten en todo lo contrario de lo que deberían ser: concentraciones de poder, focos de despotismo.

Pero sin ellas nada serio cambia. Quizá por eso, ahora, nada serio cambia. Y así será hasta que encontremos alguna forma de vanguardia que no sea vanguardista. Ése será, supongo, el próximo gran cambio. Ojalá no precise una vanguardia.

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