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Pamplinas
Columna
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La palabra digital

Vivimos la cultura “digital”: un mundo donde cada vez menos cosas pueden tocarse con los dedos

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Getty Images
Martín Caparrós

El dedo apunta: es un milagro de cultura. Debo confesar que no lo había pensado hasta ayer, cuando le señalé algo a Tita, nuestra gata, y la muy pérfida, en lugar de mirar aquello que le mostraba, se empeñaba en mirarme el dedo. El mundo rebosa de esas cosas extraordinarias que hacemos sin notar que son extraordinarias: señalar con el dedo. Digo: el increíble proceso de civilización necesario para que 8.000 millones de individuos —chino más, indio menos— acuerden en que, cuando una persona extiende el índice, lo que hace es mostrar algo que deberíamos mirar. Esas cosas que los gatos, por el momento, ignoran.

Los humanos somos humanos porque tenemos dedos. Ahora los valoramos menos, pero hubo tiempos en que la palabra dedo tenía tantas funciones. Estaba el dedo acusador y sus usos poéticos: “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, ya la frente…”, tronaba el maestro Quevedo. Estaban los dedos como medida de quien se pretendía mesurado y pedía solo dos de licor porque tenía, supuestamente, más de dos de frente. Estaba el dedo enhiesto sobresaliendo del puño cerrado para decir que buscaría el interior del insultado. Estaba el dedo que se chupaba quien ignoraba demasiado. Estaba el dedo de quien elegía a ídem —monarcas, generales, potentados—, eso que por milenios fue normal y ahora queda feo. Estaba el dedo de Dios, tan distinto de la mano de Dios.

Ahora los dedos nos parecen, si acaso, útiles para agarrar lo que queramos agarrar, comer con módica lascivia, hurgarnos la nariz o demás orificios, repiquetear la mesa de impaciencia. Y olvidamos que nuestros dedos, ese pulgar enfrentado a todos los demás, cambiaron la forma de agarrar y manejar las cosas y permitieron que aquellos monos que fuimos y seremos se hiciesen cada vez más humanitos. Y que, millones de años después, cuando se les ocurrió que debían contar las cosas, de nuevo recurrieron a los dedos: un dedo, dos, tres, cuatro dedos… Por eso tenemos, en general, sistemas decimales. Por eso, extrañamente, vivimos en un mundo digital.

Porque alguien decidió usar la palabra dígito para decir número: como los primeros números se contaban con los dedos, la palabra latina que remite a los dedos, digital, pasó a ser el nombre de las cifras. Solo que aquellas cifras romanas eran rígidas, marmóreas. Hasta que algún genio árabe o indio inventó el sistema posicional: los romanos, por ejemplo, necesitaban escribir ­DCLXVI para anotar 666: un 600 —DC—, un 60 —LX— y un 6 —­VI—, todos amontonados. Aquellos árabes, en cambio, pudieron escribirlo poniendo un 6 en la primera de tres posiciones —­la de la centena—, otro en la segunda —la de la decena— y otro en la tercera —la de la unidad—, y por su lugar los reconocemos. Para eso necesitaron, entre otras cosas, el 0, y en esos días, hace más de 1.000 años, lo inventaron. Así, con aquellos 10 dígitos podían expresar cualquier cifra: el invento, es obvio, se impuso con honores. Y lo usamos, y supusimos que esa forma de contar las cosas del mundo era el orden del mundo y lo tomamos, como solemos hacer, como algo natural e inalterable.

Pero su reino absoluto fue más o menos breve: duró hasta hace 50 o 60 años, cuando empezaron a imponerse aquellas máquinas capaces de almacenar cualquier información usando solo dos de ellos: el 1 y el 0. Las llamaron computadoras o computadores u ordenadores y tuvieron la increíble habilidad de reducir el mundo a solo dos signos y sus combinaciones —casi— infinitas. Como eran dos dígitos, llamaron digital a esa forma de almacenar y procesar y transmitir: ahí empezamos a vivir en este mundo definido por esa palabra.

(Y por ella ahora todo se mide en “bits”: una síntesis de “binary digits” armada con el principio de la primera palabra y el final de la segunda. Si la computación se hubiera inventado en castellano —o si tradujéramos esas cosas—, usar ese mismo procedimiento con “dígitos binarios” haría que los bits se llamaran “dios”, y sería mucho más lógico).

Ahora el sistema decimal es un lujo de verduleros, entrenadores de fútbol, profesores de instituto y brutos como yo; el mundo se mueve en el sistema binario, digital. Ahora tanto en nuestras vidas es digital: la máquina en que escribo estas palabras, la máquina donde usted las lee, las numerosas máquinas que han hecho que usted pueda leer cosas mejores, los miles de millones de máquinas que organizan cada detalle de este mundo. Y es casi un chiste que se llamen digitales: nada en ellas más alejado de los dedos, de la materialidad, que la cultura digital. Ahora es digital todo lo que no podemos tocar, agarrar con los dedos.

La palabra digital ha dado una vuelta casi completa y se ríe de nosotros: es la prueba final de que ha triunfado.

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