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Maneras de vivir
Columna
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El energúmeno de moda

Los nuevos líderes ultras basan su ‘sex-appeal’ electoral en la legitimación del odio y la violencia

Javier Milei, the presidential candidate from the Liberty Advances coalition, talks to supporters during a campaign rally in Buenos Aires, Argentina, on Oct. 18, 2023, ahead of the general elections set for Oct. 22. (AP Photo/Natacha Pisarenko)
Javier Milei, the presidential candidate from the Liberty Advances coalition, talks to supporters during a campaign rally in Buenos Aires, Argentina, on Oct. 18, 2023, ahead of the general elections set for Oct. 22. (AP Photo/Natacha Pisarenko)Natacha Pisarenko (AP / LaPresse (AP)
Rosa Montero

El odio es un sentimiento poderoso. Un candidato presidencial acaba de sacar un 56% de los votos aupado en el caballo del odio. La furia mueve el mundo y Milei es una muestra perfecta. En los pasados meses yo veía sus manifestaciones públicas, tan agresivas, y sentía miedo. Me decía: cómo va a votar un país sensato a un hombre que echa espumarajos y que quiere entrar en el poder con una motosierra, cual película de terror de clase B. Qué equivocada estaba: ganó justo por eso. Por su ferocidad y su desenfreno. Por autorizar oficialmente la violencia.

En estas apoteosis de la desmesura siempre hay otros ingredientes, por supuesto. En el caso argentino, por ejemplo, está la responsabilidad del peronismo por haber desesperado tanto a un país que ha decidido suicidarse, o el hecho de que personas como Cristina Kirchner ya cultivaron desde antaño la agresividad y el sectarismo. Pero hay un elemento más en todo ello, algo definitivo y que no es único de Argentina, algo que ha empujado a la gente a dar el salto mortal hacia la motosierra. Y es la reivindicación mundial de la ira, de la intransigencia, del odio como elemento cohesionador, como rasgo de carácter del que estar orgulloso. Es de eso de lo que me interesa hablar.

Quiero decir que hoy está de moda ser un energúmeno. Lo cual es una pena, porque hasta hace muy poco los valores imperantes eran los contrarios: contener la violencia, encontrar otras maneras de solucionar los conflictos, procurar superar los instintos más básicos en pro del bien común. Ya lo escribí en un artículo: ser civilizado supone un gran esfuerzo. Los impuestos, por ejemplo, implican el sacrificio de dar una buena parte de tu dinero no solo para obtener beneficios propios, sino para ayudar a que la gente más desprotegida los obtenga también. Pero ¿por qué ayudar a los más pobres?, se dice el energúmeno modelo, el protagonista del momento: son unos vagos, unos ladrones, son emigrantes ilegales que vienen a chuparnos la sangre como vampiros. Estos argumentos son falsos y su falsedad es fácilmente comprobable, pero el energúmeno modelo no quiere verificar nada. Ayudado por las redes, que solo le muestran aquellas opiniones, noticias y fake news que alimentan sus ideas, el energúmeno se encierra en su pequeño pensamiento de tal modo que enseguida lo convierte en prejuicio y luego en dogma. Y qué gusto le da a nuestro personaje dejar de ser civilizado, dejar de reprimirse los cabreos, las frustraciones, las angustias, las penas y los miedos, y sublimar todo eso en el egoísmo primario de la tribu, en la furia y la inquina.

Vivimos malos tiempos. El futuro nos asusta. El presente nos maltrata. Mucha gente que empobreció con la última crisis piensa que nadie los protege, que esta democracia no los representa. Son críticas legítimas; el error está en creer que la salvación ha de venir de fuera del sistema, de manos de tipos feroces como Bolsonaro, Trump, Milei, o cualquiera de los líderes ultras que están apoderándose del mundo. Es un error fatal: yo, que he nacido y vivido en una dictadura, sé muy bien que una democracia, por mala que sea, es mejor que cualquier sistema tiránico y dogmático por disfrazado que esté.

Pero es difícil convencer a la gente que sufre de que siga intentando reprimir sus más bajos instintos, de que se esfuerce todavía un poco más en ser civilizada. Porque el odio y la violencia son consuelos primitivos, pero muy efectivos. El odio ordena el mundo, busca culpables y por lo tanto evita el desasosiego de la responsabilidad personal, alumbra la esperanza de una posible reparación: ¡que paguen los malos por mi vida mala! (esos malos que antes has inventado o magnificado). Los partidos demagógicos, que carecen de programa y de pensamiento, se basan en crear enemigos a los que detestar. Más que buscar afiliados a un proyecto, construyen hordas de odiadores. Porque ¡el odio une tanto! Une más que el amor. En este mundo lleno de almas solitarias y perdidas, ¡qué hermanados se sienten quienes detestan juntos a un mismo oponente! Como esos xenófobos salvajes que incendiaron Dublín el otro día. ¡Qué orgásmico debe de ser linchar a alguien junto a tus compadres energúmenos! Los nuevos líderes ultras basan su sex-appeal electoral en la legitimación del odio y la violencia. Y es que ahora puedes sacar a pasear a la bestia interior creyendo que eso te convierte en superhéroe.

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