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Pamplinas
Columna
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La palabra creación

Nos toca crear un mundo donde no haya Creación: donde no haya discursos intocables, donde no haya hogueras

'La creación delos animales', de Tintoretto.
'La creación delos animales', de Tintoretto.Leemage (Getty Images)
Martín Caparrós

Son curiosas: significan tal y menos tal, aquello y su contrario. Un día, cuando sea mayor, voy a salir a llenar un zurrón de esas palabras que expresan dos sentidos bien opuestos. Pero por ahora me voy a conformar con la palabra creación, que lo hace muy bien: puede ser la acción de inventar algo, puede ser la de negarse a cualquier invención.

Si somos optimistas magníficos modernos, al toparnos con la palabra creación pensamos en una mente poderosa, un instinto muy libre, que hacen algo que antes no existía: la vacuna, las vacaciones pagadas, una bomba de hidrógeno, el soneto. La palabra empezó, como tantas, en el latín, donde creare significaba engendrar, producir, nombrar, y así se fue difundiendo en nuestras lenguas cooficiales.

Pero resulta que, antes del nacimiento de esas lenguas, unos creadores increíbles habían creado una religión que, en esos días, se apropiaba de todo lo que le servía. De ahí que “crear”, durante tanto tiempo, se usara sobre todo para contar que un dizque dios había creado —”sacado de la nada”— con sus meras palabras el Cielo y la Tierra y a todos nosotros.

El verbo y sus derivados se volvieron santo y seña de aquella religión. Su tótem fue “el Creador”, su mito fundamental “la Creación”, esa semana de charlitas en que Él hizo todo lo que es: crear y creer se confundieron mucho. Y, como alardeaban de exactos y veraces, aquellos fanáticos se dieron a la noble tarea de precisar la historia: así informaron que la Tierra y los cielos habían sido creados el domingo 23 de octubre de 4004 antes de Jesucristo, hace 6.027 años. De casualidad no celebramos Nochevieja en unos días. (Aunque el gran Isaac Newton no estaba de acuerdo: según sus cálculos, había sido en el 3988 antes de Cristo: la polémica fue casi despiadada).

Ahora parece un chiste, y no lo fue: hasta hace menos de dos siglos, todos los europeos y buena parte de los americanos estaban absolutamente convencidos de que esa era su historia. Convencidos de la forma más total: esa en la que no es necesario reafirmar la convicción porque nadie imagina siquiera que haya dudas. La cosa era así, el mundo había empezado cuando ese dios lo había creado, esa era su edad y todo fue desde el principio tal cual es. Los partidarios de la inmovilidad necesitaban una historia inmóvil.

Se precisaron muchos creadores —mucha gente dispuesta a pensar diferente— para empezar a socavar esa verdad absoluta. Hacia 1830 algún geólogo inglés dijo que las capas de ciertas rocas mostraban una historia de millones de años; algún naturalista empezó a encontrar fósiles de animales tan distintos, que aquel dios no había hecho. Propusieron la duda y fue masacre: los repudiaron, los condenaron, les echaron demonios; poco a poco empezaron a demostrar que sus ideas tenían todo el sentido.

Aunque todavía hay muchos que siguen sin creerlo. Usted y yo aceptamos —porque ahora creemos en la ciencia— que este mundo tiene más de 4.000 millones de años y fue producto de una serie de explosiones y fue cambiando hasta que, hace un millón o así, empezaron a aparecer nuestros ancestros. Pero uno de cada tres estadounidenses sigue creyendo aquella historia de la Creación 4004 llave en mano, y no sabemos cuántos en cuántos otros sitios. Esa es la utilidad de la creencia: que te permite ignorar las evidencias, pensar lo que quieras o lo que te digan que deberías querer.

Y, sobre todo, que se impone: vale la pena recordar los 2.000 años en que mujeres y hombres estuvieron tan convencidos de esa historia tan falsa. No solo para deplorar una vez más aquella institución que nos mantuvo en la ignorancia más supina: más que nada, para dudar de lo que no dudamos.

¿Cuánto de lo que “sabemos” con la misma certeza con que nuestros choznos sabían que el Creador los había creado —o que se morían por un desequilibrio de sus cuatro humores o que la Tierra era realmente plana— es tan endeble como aquello? ¿Cuánta más evidencia de la falsificación necesitamos para dudar de casi todo? ¿Qué otras ideas que nos parecen indudables deberíamos poner ya mismo en duda?

Nos toca crear un mundo donde no haya Creación: donde no haya discursos intocables, donde no haya, por supuesto, hogueras o repudios para los que los tocan, donde no haya avivados que se aprovechan de esos dogmas para juntar poder, lascivia y sonrisitas.

Nos toca, al fin y al cabo, mal que nos pese, armar un mundo donde la palabra creación tenga un solo sentido.

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