_
_
_
_
_
PALOS DE CIEGO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Koiné

No lo duden: si España no hace suyo sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo

Javier Cercas Cataluña Independentismo
Pleno con la reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados para permitir el uso de las lenguas que tengan carácter de oficial en alguna Comunidad Autónoma.Samuel Sánchez
Javier Cercas

En una película de Billy Wilder, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, un diplomático estadounidense aterriza en Italia y, mientras sale del avión, resopla: “Me parece bien que los extranjeros hablen lenguas distintas del inglés, pero ¿no podrían ponerse de acuerdo y hablar todos la misma?”. Recordé la escena leyendo las críticas provocadas por la decisión de la presidencia del Congreso de permitir el uso de las lenguas oficiales en la Cámara. Debo de ser el único no secesionista que no la considera una mala idea, lo que no me impide estar de acuerdo con algunas quejas de los críticos: la medida no se tomó por convicción, sino obligados por el nacionalismo catalán; no me convenció, en cambio, la objeción de fondo, según la cual España posee una koiné —una lengua común— y por tanto lo mejor sería usarla en exclusiva en el Congreso. Intento razonar mi discrepancia.

Una koiné no es obra del Espíritu Santo; la forjan los hombres, la historia. Ahora mismo el italiano es la lengua común de los italianos, pero en 1860, cuando el nacionalismo unificó el país, apenas un 2,5% de ellos la hablaba. Poco después, sin embargo, el Estado la impuso como koiné y volvió intrascendentes las demás lenguas. No fue una operación excepcional, pero sí tan útil que podríamos replicarla en la UE, sólo que en inglés, claro. Es verdad que, en España, el castellano ya es una koiné —aunque yo aún he conocido catalanes que no lo entendían—, mientras que, en la UE, el inglés todavía no lo es; pero poco le falta: no habrá muchos europeos cultos que no lo entiendan —de hecho, basta con él para viajar por todo el mundo— y en los países nórdicos todos lo hablan; si nos lo proponemos, en una o dos generaciones el inglés sería la koiné europea y las demás lenguas quedarían relegadas a una condición subalterna o irrelevante. ¿Lo queremos? En EE UU, muchos portorriqueños no aceptan cambiar el español por el inglés, como aconsejan el pragmatismo y los entusiastas del english only. ¿Lo aceptaríamos, incluidos quienes escribimos en español? Las lenguas no son sólo una cuestión pragmática: su uso involucra laberintos personales, afectivos, familiares, culturales; al seco utilitarismo todo esto le parecen flatulencias sentimentales, pero la historia enseña que es muy mala idea ignorarlo. Resolver el problema endiablado de la convivencia entre lenguas comporta, de entrada y en general —lo del Congreso es anecdótico—, ser respetuoso con las de los demás: es fácil entender la necesidad de una lengua común (sobre todo, si es la propia), pero suele costar más trabajo reconocer que los otros tienen asimismo derecho a usar con plenitud la suya; también implica despolitizar las lenguas, contra lo que ha hecho el nacionalismo desde su origen: fomentar el catalán no equivale —no debe equivaler— a fomentar el nacionalismo catalán. Pero, si de política se trata —­que es de lo que se trata en el 99% de los casos cuando se habla en España de lenguas—, repetiré lo escrito hace poco en esta columna: el uso del catalán nos interesa a todos, pero sobre todo a quienes somos contrarios a la secesión; la lengua es el arma más poderosa para conseguirla, pero no se desactiva inutilizándola (cosa inmoral además de imposible), sino utilizándola para bien (para unir diciendo la verdad) y no para mal (para dividir contando mentiras). En otras palabras: el secesionismo no se puede refutar con eficacia más que en catalán, porque lo que se ha montado en catalán sólo se puede desmontar en catalán.

Por muchas trapacerías que hagan los nacionalistas, sigue pareciéndome saludable que la España real se reconozca lo mejor posible, también lingüísticamente, en el Parlamento de todos. No siempre es fácil dar con soluciones sencillas a problemas complejos (es lo que le reprochamos con razón al populismo). El de las lenguas lo es, y yo diría que, como tantos otros, no tiene arreglo si no encontramos un equilibrio —difícil, cambiante, inestable, escurridizo— entre lo común y lo propio, entre lo particular y lo universal. Por lo demás, no lo duden: si España no hace suyo sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_