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Jane Rosenberg, la retratista de los juicios y autora de una histórica portada para ‘The New Yorker’

Desde que arrancara su carrera en los años ochenta dibujando en tribunales ha ilustrado los procesos de Mark David Chapman, R. Kelly o Donald Trump, entre otros

Jane Rosenberg
Jane Rosenberg, en su estudio en Nueva York.Pascal Perich (© Pascal Perich)

En 1935 se vivía en Estados Unidos el juicio del llamado “crimen del siglo”. Bruno Hauptmann estaba acusado de haber secuestrado y asesinado al hijo del famoso piloto Charles Lindbergh. El caso fue registrado por más de 120 cámaras dentro de la sala. Lindbergh, toda una gloria nacional estadounidense al ser considerado el primero en cruzar de Nueva York a París en su avión en 1927, tenía entonces al país con un corazón en un puño por una razón mucho más desgarradora: los restos de su bebé de apenas 20 meses habían sido encontrados en un bosque cercano a su casa de Nueva Jersey, después de haber pagado 50.000 dólares de la época por su rescate. Nadie cuestionó el veredicto que halló culpable a Hauptmann, pero este recurrió la sentencia amparándose en que el circo mediático le había negado el derecho a un juicio justo. Su apelación no llegó a buen puerto, pero sí impulsó que la Asociación de Abogados de Estados Unidos vetara el acceso de las cámaras a los tribunales. Esta ha sido desde entonces una regla polémica, que ha entrado y salido de manera desigual en los diferentes Estados del país y que se ha vuelto a comentar a propósito de casos mediáticos como el de O. J. Simpson o, más recientemente, el de Gwyneth Paltrow. En Nueva York, sin embargo, esta prohibición nunca llegó a desactivarse y, al margen del planteamiento sobre si es más o menos relevante en la era del circo mediático global, hace que algunas personas como Jane Rosenberg tengan uno de los oficios más peculiares y quizá anacrónicos del mundo: retratista de juzgado.

“Desde que empecé este trabajo en 1980, siempre se ha dicho que estábamos a punto de desaparecer”, explica Rosenberg desde su casa en Brooklyn, en una conversación vía Zoom. A pesar de la ubicuidad de la fotografía y el vídeo, o precisamente por eso, esta neoyorquina que no tiene redes sociales vive un pequeño y extraordinario momento de fama viral. El “culpable” es el retrato de Donald Trump en plena instrucción de cargos el día 4 de abril de este año. Tras la explosión mediática, su viñeta se convirtió en la primera de este tipo en copar una portada de The New Yorker. “Ese día había hecho dos esbozos. En el primero, Donald Trump estaba sentado, sin expresión, y en el otro estaba declarándose no culpable, hablando en el micrófono. Pero luego se dio la vuelta y miró encendido al fiscal y me di cuenta de que ese era el gesto que resumía el momento, que era eso lo que tenía que capturar”, describe.

Casi al principio de su carrera, en 1981, le tocó dibujar al asesino de John Lennon. “Fue mi primer gran caso, el de Mark David Chapman. Llevaba dos meses en el trabajo y mi reacción fue odiar al abogado defensor, me preguntaba cómo podía representar a alguien así. Pero ahora estoy casada con un abogado defensor y entiendo cómo funciona el sistema. Todo el mundo tiene derecho a una defensa”. Unos años más tarde, en 1993, cubrió el juicio por la custodia de los hijos de Woody Allen y Mia Farrow. “Fue mucho antes del MeToo y hubo alguna mención a los abusos, pero lo que se dirimía era quién era mejor padre, y Woody no sabía nada de los amigos de juegos de sus hijos ni los nombres de sus médicos, así que perdió la custodia”, recuerda, siempre factual, nada mitómana y tirando a desapasionada. “Mis opiniones no entran en mis dibujos. Soy periodista, es mi trabajo”, sentencia. “Ya me había pasado con Eddie Murphy antes”, dice cuando se le menta otro de sus momentos virales: cuando Ghislaine Maxwell, la mano derecha de Jeffrey Epstein en su trama de tráfico de menores, se dedicó durante su juicio en 2021 a dibujar a la propia Rosenberg y ella le hizo una metacaricatura. También recuerda el espectacular despliegue de seguridad en 2019 para el caso contra el narcotraficante mexicano Joaquín El Chapo Guzmán, que le hizo quedarse atascada en un taxi antes de cruzar el puente de Brooklyn. Y sobre reacciones más agrias a algunos de sus retratos —como cuando los fans de Tom Bra­dy protestaron por lo poco agraciado que lo había sacado— reflexiona: “Los famosos son difíciles de retratar, porque todo el mundo piensa que los conocen por las películas o las cámaras de televisión. En los tribunales hay otra luz, llevan otro maquillaje o no llevan”, atestigua.

Rosenberg llegó a esta peculiar profesión tras darse cuenta de que vivir a dólar por retrato en las zonas más turísticas de Cape Cod, en Massa­chusetts, no era una manera de hacer carrera. “Era una artista luchando por su propia supervivencia cuando fui a una charla de una retratista de juzgado. Pensé que era algo que me gustaría hacer, aunque no sabía si se me daría bien. Pero tenía varios amigos abogados que me llevaron a los tribunales. Hice miles de preguntas a los funcionarios del juzgado: dónde se sienta el artista, qué materiales traen…, hasta que me dejaron entrar al estrado del jurado, compartiendo espacio con otros dos artistas, hice un bosquejo… y me gustó cómo quedó. En 1980 la NBC hizo una pieza en la que incluyó mis dibujos. Lo vi en mi televisión pequeña en blanco y negro y llamé a mis padres”, recuerda.

En 43 años de retrato-periodismo judicial, Rosenberg se ha convertido en una testigo de excepción de la evolución de dos de los pilares de la democracia: los medios y la justicia. Es más optimista con lo segundo que con lo primero. “Es difícil trazar una evolución de la justicia. Hubo un tiempo en el que había muchos juicios sobre mafia, otra época en la que hubo más casos de terrorismo, otras de delito financiero, con Bernie Madoff y demás, y ahora hay mucho del MeToo. Lo que ha estado ahí desde el principio ha sido la brutalidad policial. No había teléfonos móviles cuando empecé y ahora es muy distinto, porque hay vídeos como en el caso de George ­Floyd. Pero sí puedo decir que el jurado suele acertar”, declara. “Pero sí ha habido una evolución clara de los medios de comunicación para los que trabajo: cuando empecé había tres grandes cadenas. Las noticias eran a las seis y a las siete de la tarde. Luego empezaron a ser a las cinco, a las seis y a las siete, luego al mediodía… Así que las entregas comenzaron a ser más y más ajustadas. Ahora es las 24 horas del día los siete días de la semana, así que siempre me están atosigando con que quieren el retrato para ya. Siento que trabajo más que nunca, es una locura”, asegura quien, además, tuvo que arreglárselas durante la parte más dura de la pandemia para hacer los retratos por videoconferencia (en concreto, los de los juicios sobre el asalto al Capitolio) e incluso seguir haciendo retratos a acusados y testigos con mascarilla.

Días antes de esta conversación acababa de presenciar la instrucción de cargos contra Daniel Penny, el marine que causó la muerte de un joven afroamericano en el metro de Nueva York, y habla de las dificultades que ha sufrido con el caso de la periodista E. Jean Carroll —que acusó a Donald Trump de haberla violado— debido a la cantidad de ordenadores y pantallas que bloqueaban su visión de la demandante. “Todavía me pongo nerviosa el primer día con un nuevo caso. No sé lo que me voy a encontrar, dónde me van a sentar, si voy a tener buena o mala visibilidad. Cada día es un reto distinto. No es lo mismo un juicio de meses que una audiencia breve”, explica. Solo se ablanda cuando hace balance de lo que significa su carrera para ella: “Me encanta mi trabajo. Siento que hago un servicio público. Y aunque no tengo mucho tiempo para mi vida personal, para mí sigue siendo fascinante ver un juicio. Siento que casi cada día estoy sentada frente a un espectáculo de alguna manera”. Un espectáculo, no obstante, que, volviendo al punto inicial, defiende que siga, con o sin ella, protegiéndose de las reglas del show business. “La sala del juzgado es un lugar sagrado. No creo que deba convertirse en un lugar de entretenimiento, que es en lo que se convertiría con las televisiones. Los testigos se podrían sentir intimidados, los abogados quizá actuarían más ante las cámaras y el montaje de las imágenes tiene demasiado poder”.

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