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Jennifer Egan: “No quiero enterarme por Instagram de lo que les pasa a mis amigos”

Ganadora del Pulitzer por ‘El tiempo es un canalla’, la novelista trabajó como modelo, camarera y secretaria de la condesa de Romanones. Tal vez por eso se reinventa en cada obra. “Escribir me ayuda a entender lo que pienso”, dice

Jennifer Egan
La escritora Jennifer Egan en su casa de Brooklyn, Nueva York.Vincent Tullo
Anatxu Zabalbeascoa

Jennifer Egan (Chicago, 60 años) tiene tres gatos vagos: les da chuches para obligarlos a salir al jardín trasero de su brownstone, una de esas típicas edificaciones neoyorquinas de piedra parda en Brooklyn. En esa casa, salpicada de dibujos sin enmarcar —”uno de mis hijos dibujaba muy bien”—, ofrece té y galletas stroopwafel, de caramelo, que ha traído de Ámsterdam. Habla con carcajadas y retuerce las piernas sobre el sofá: “Mi familia es de flacos, pero hago deporte porque noto el ejercicio en la mente”. Corre sobre una cinta desde que se cayó dos veces por la calle. “La compré durante el confinamiento. Luego dejamos de ir al gimnasio y ya la hemos pagado con lo que nos hemos ahorrado”.

Ganó en 2011 el Pulitzer por El tiempo es un canalla y el próximo 7 de septiembre llegará a las librerías españolas su último libro, La casa de caramelo (Salamandra), después de colocarse en las listas de los mejores libros de 2022 en Estados Unidos. Ese día también verá la luz una reedición del volumen con el que ganó el Pulitzer.

¿Somos incapaces de decir lo que queremos?

Hay una conversación real y otra mental. Vivimos encerrados en nosotros mismos. Y, sin embargo, deseamos salir y entender al otro.

Uno de sus personajes inventa una máquina que promete esa conexión.

De la incapacidad de comunicarnos nace el deseo de cruzar esa barrera. Es humano. Pero, como sucede con tantos límites en la vida, puede que estemos mejor teniéndolos.

¿Qué limites?

La vida eterna, el contacto con los muertos… ¿Qué nos hace pensar que sin esos límites nuestra vida sería mejor? No tengo teorías, pero sí dudas. Para mí la ficción es hacer preguntas.

En una época de mucha autoficción, indaga en lo que piensan y sienten los demás.

Para mí si inventas, es ficción. Si escribes sobre ti, memoria. ¿En busca del tiempo perdido es una autoficción de Proust? La clave está en si la historia tiene valor independientemente de quien hable. Ese es el reto: cómo conseguir el mejor material. Quienes hacen autoficción creen que lo mejor está en ellos. Genial. Para mí es lo contrario: necesito salir de mi vida para escribir.

¿Le costaría escribir sobre sí misma?

Me gustaría hacerlo algún día. Y no creo que lo pasara muy bien. Cuando escribí Manhattan Beach sentí que rescatando la memoria de lo que la gente me contaba estaba ofreciendo un servicio a la sociedad. Aprendí tantísimo de las cartas de quienes vivieron en Nueva York en los años treinta que pensé: ¿qué cartas van a leer sobre nosotros? Los correos electrónicos desaparecerán en 20 años. La tecnología será otra. No estamos dejando rastro de lo aprendido para generaciones futuras.

¿Cómo remediarlo?

Las grabaciones orales están sustituyendo a las escritas. En Estados Unidos la historia oral recibe cada vez más atención académica justo porque nos estamos quedando sin historia escrita.

Llegó a la escritura después de intentar ser arqueóloga, modelo y mecanógrafa.

Escribir no era mi objetivo. Pero es lo único que he hecho en serio en la vida. La arqueología duró meses y trabajé de modelo para conseguir dinero para viajar un año por Europa.

Se fue sola. Con 18 años. Tuvo una crisis y, al regresar, empezó a escribir.

Ahora tenemos, desde luego en Estados Unidos, diagnóstico para todo. Hoy me diagnosticarían trastorno de ansiedad. Pero no supe que eran ataques de pánico. Pensaba que las drogas que había consumido de adolescente me habían afectado al cerebro. En el San Francisco de los setenta había mucha droga en los institutos. Luego todos leímos Go Ask Alice, el diario de una adolescente que se droga y se vuelve loca. Lo divertido es que era falso, lo había escrito una mujer que no quería que los niños se drogaran. Pero era persuasivo y la mayoría lo dejamos. Me sentía como Alice perdiendo la cabeza.

Y decidió regresar.

Lo peor de los ataques de pánico es que cuando cesaban no disfrutaba porque sentía terror a que regresaran. Había ahorrado durante un año y tuve que aceptar que todo ese esfuerzo me sirviera para volver donde estaba. Mi madre no sabía qué hacer conmigo. Pasé un año temiendo un nuevo ataque y luego empecé a ser yo. Recuerdo perfectamente el momento en que decidí cómo quería ser.

¿Cómo quería ser?

Había sido una persona descentrada, ansiosa. Y al llegar a la Universidad lo vi: iba a escribir. No es que creyera que tenía un talento que compartir con el mundo. Más bien pensaba que igual era una escritora terrible, pero aun así iba a hacer lo posible por intentarlo porque en Europa, en los buenos y en los malos días, me sentía incompleta si no escribía. Hoy sigo igual. Escribir me ayuda a entender lo que pienso. Completa mi relación con el mundo.

¿Por qué quiso viajar sola?

Estaba desesperada por conectar con la historia, sea eso lo que sea. Recuerdo sentir el peso de los que llegaron antes. Crecí en California, un lugar donde todo era nuevo que está más cerca de Asia que de Europa. No sabía nada. Ordenar tu propio conocimiento es clave para aprender a pensar. Y claro, hoy no recuerdo ese viaje por las situaciones difíciles, sino como momento de transformación. Nunca se vive un lugar como la primera vez. Vengo de Ámsterdam. He ido con mi madre a ver la exposición de Vermeer. Ha sido magnífico. Presentando libros he estado allí 12 veces. Pero ninguna ha sido mejor que la que llegué sola, contando el dinero y con una mochila.

“La lectura es como el deporte. Si dejas de hacerlo te cuesta volver a estar en forma, pero cuando lo recuperas te sientes mejor”, dice Jennifer Egan.
“La lectura es como el deporte. Si dejas de hacerlo te cuesta volver a estar en forma, pero cuando lo recuperas te sientes mejor”, dice Jennifer Egan. Vincent Tullo

¿Un escritor excava siempre en el mismo hoyo?

Yo cada vez empiezo de cero, con el complejo de no saber nada y a la vez con la necesidad de entender. Creo que viene de mi trabajo como periodista. Jamás googleo a la gente para saber a qué se dedican. No miro su Instagram. Quiero conocer yo, sin que nadie me diga qué debo o puedo mirar. El otro día una amiga tuvo un accidente. Cuando lo supe la llamé: ¿Por qué no me avisaste? “Bueno, lo subí a Instagram”, me contestó. No quiero enterarme por Instagram de lo que les pasa a mis amigos.

¿Leía de niña?

Adoraba a Laura Ingalls. Y Rebeca, de Daphne du Maurier, me parecía un libro terrible. No está bien escrito. Cogí La casa de la alegría, de Edith Wharton, de la estantería de mi madre, que era la gran lectora, y hoy no puedo leerlo sin llorar. Es una tragedia griega. Eso lo aprendí luego, claro, estudiando en Cambridge. Esos libros hicieron que me enamorara del poder de la ficción. Me importaba más que la vida real.

¿Sus hijos leen?

Hay una crisis mundial que aparta a los jóvenes de las artes. Siento que es una manipulación tecnológica para fomentar la dependencia de las pantallas. Los libros, la música y el arte pueden generar espíritu crítico. Desde una pantalla se puede hacer mucho, pero depender de ella es como vivir sin dormir. Necesitamos manejar esta crisis culturalmente. Mi hijo mayor contesta rápidamente a todos mis wasaps. Eso me gustaba hasta que me di cuenta de que lo hacía porque estaba todo el día mirando esa pantalla. Es una epidemia. Cuando tenemos lejos el móvil, nos sentimos perdidos. Quiero volver a dar clase para recordar que la lectura es un hábito, como hacer deporte. Si dejas de hacerlo te cuesta un poco volver a estar en forma, pero cuando lo recuperas te sientes mejor. Y te mantienes sano.

¿Da más miedo hacer algo en la adolescencia o en la madurez?

Hay una urgencia igual con motivaciones distintas: el principio y el fin. Tengo mucho que decir sobre correr riesgos porque, durante años, fui una persona muy miedosa.

No lo parece.

Cuando apareció mi primer libro estaba aterrorizada. Nunca había hablado en público. Ni siquiera en el brindis de la boda de dos amigos a los que presenté. Pero justamente por ese miedo hice un pacto conmigo misma: si lo único que me impedía hacer una cosa era el miedo, la haría. No estoy interesada en saltar en paracaídas, pero cuando me ofrecen responsabilidad siento miedo. Nunca tuve que dirigir nada, solo obedecía en trabajos pecuniarios. Por eso cuando me ofrecieron enseñar literatura en la Universidad de Pensilvania pensé, tengo que hacerlo. Hay muchas razones para no hacer cosas. Pero si el miedo es la única, yo las hago. Estar dispuesta a reconducir el miedo me ha permitido tener una vida más interesante.

Uno de sus trabajos pecuniarios fue como secretaria de la condesa de Romanones, la mítica Aline Griffith.

Trabajar para ella me dejaba tiempo para escribir. Me permitió vivir en Nueva York, que es un lugar muy caro. Pero ella era difícil. Irracional. Gritaba. Hoy cuando los estudiantes me preguntan de qué vivía cuando empecé, explico la historia y se horrorizan de que tolerara su actitud.

¿Eso es un avance?

No lo sé. Conseguí escribir. Las normas de contención, que evitan que la gente diga ciertas cosas, no funcionaban en ella. Tenía mucho autocontrol, pero no lo utilizaba conmigo. Puede que porque estaba acostumbrada a tener criados. Podía hacer daño no para herir, sino porque era lo que sentía en ese momento. Estaba obsesionada con lo que era low class. Me decía que me faltaba clase. Y claro que sufrí. No era cómodo, pero… no me arrepiento. Creo que hemos llegado a un punto en Estados Unidos en el que la gente se opone a cualquier tipo de incomodidad. Y, francamente, en la vida tienes que pasar por el aro para conseguir lo que quieres. Igual si hubiera trabajado en una editorial con gente amable no hubiera conseguido escribir. Eso sí, dejar ese trabajo fue liberador. Aprendí que, si no toleramos la incomodidad, pagamos un precio.

La libertad es cara.

Es eso. Hay un coste mental que no quiero minimizar. Por eso conseguí una beca y me fui. Le proporcioné nuevas secretarias, pero no funcionaron. Una, Kay Christiansen, escribió una novela sobre ella: In the Drink. La llamó la princesa. Yo agradezco la experiencia. Formaba parte de un mundo rico al que nunca hubiera tenido acceso. Lo odié y me fascinó a la vez. Fue incómodo, doloroso y formativo, como es la vida.

¿Por qué necesitó independizarse muy joven?

Aunque no te ayuden tus padres, el privilegio es saber que si todo va mal no acabarás en la calle porque tienes donde volver. Mi padre nunca creyó en mí. Pero su miedo tenía más que ver con él que conmigo. Venía de una familia de clase trabajadora. Su padre había sido policía. Y él se había convertido en abogado. Por eso, para él, yo supuse un retroceso. Le costó entender que habiéndome pagado una educación universitaria me ganara la vida con trabajos alimentarios.

“Encuentra lo que hace que las cosas exploten y trabaja con ello. Esa es mi religión. No me quiero acabar, quiero explotar”, dice Jennifer Egan.
“Encuentra lo que hace que las cosas exploten y trabaja con ello. Esa es mi religión. No me quiero acabar, quiero explotar”, dice Jennifer Egan.Vincent Tullo

Consiguió el Pulitzer escribiendo sobre su juventud confundida en El tiempo es un canalla (libro que Salamandra reedita ahora).

Es un libro caleidoscópico: une historias que podrían parecer desconectadas. Encarna la realidad: cada persona es un universo propio imposible de conocer para los demás. Al contrario de una narración lineal, cada parte es técnicamente distinta porque eso refuerza la desconexión. Para mí las historias se cuentan a partir de la estructura. Busqué la frescura de algo escrito online.

Tiene un capítulo escrito como un PowerPoint. Paradójicamente, el más conmovedor.

Porque todo se reduce a frases.

“Me pregunto cómo papá sigue queriendo a mamá”.

Imagínese escribir eso de manera convencional… Te lo cargas. El PowerPoint es un género frío. Y esa frialdad te permite ser muy dulce sin empalagar. PowerPoint llegó en 2008 y Twitter en 2009. Y empezamos a leer el mundo en ideas, conceptos o frases breves. Eso modifica la manera de contar. Quise indagar. Me acerqué para exigirle más a mi escritura.

Los experimentos formales de Calvino o Perec en Oulipo ¿eran mentales?

Fueron brillantes, pero eliminaban la emoción, que para mí es la parte esencial de la ficción.

Cuestiona la tecnología pero la usa.

Me fascina la relevancia que ha adquirido en nuestra cultura. Para mí la libertad es vivir sin una pantalla. Siento que te absorben. Escribo y edito a mano. Pero sé que para mucha gente la libertad es la pantalla. Mi esperanza es que tomemos conciencia de lo que somos controlados en el momento en que las utilizamos. Esa manipulación generalizada me obsesiona. Pienso que, si tomamos conciencia, habrá una resistencia social y cultural.

¿Nos ha guiado la comodidad?

Y la inclusión. Parece que si no estás en las redes eres irrelevante. Me siento afortunada porque la idea de tener que entretener a la gente me espanta.

¿Es entretener o conectar?

Contar mi vida a quien desconozco me parece una pesadilla.

Tiene el respaldo de la crítica y del público.

Pero mi sensación es: a ver si puedo seguir un libro más. Lo que me mueve es intentar hacer algo que no estoy segura si sabré hacer o no.

En sus libros hay incorrección política: racismo, sexismo…

No podemos cambiar el pasado. No podemos describir los ochenta o los noventa sin racismo.

Escribe sobre cómo envejecen los tatuajes en la piel colgante…

No veo el tatuaje, veo su futuro. Me interesa lo divertido que da miedo. Para mí ahí es donde está la pólvora.

También indaga en la tensión de la maternidad: “El último momento feliz de mi vida”, “cuando todavía tenía opciones”, “invertí en un hombre que ha envejecido y en una casa que está vacía”…

Esa idea de decir adiós a tu vida existe. Pero para mí la maternidad ha representado aprender de mundos que desconocía, y creo que no hubiera conocido. Debo esa amplitud mental a mis hijos.

¿No sintió el sacrificio que refleja en sus novelas?

Sentí que no tenía tiempo para mí. Pero mi tendencia es sentir que lo hago todo mal. Y, claro, en mis momentos de bajón lo extiendo a que no he contribuido a solucionar el cambio climático, a que no impedí que Trump llegara al poder… Llevo toda la vida arrastrando el sentimiento de fracaso.

¿Y qué hace?

Lo que más me ayuda es leer. Sé que no lo soluciono, pero por lo menos me dejo a mí misma tranquila. Como madre sentía que lo estaba haciendo mal. Ni estaba escribiendo ni estaba educando a mis hijos. En realidad, lo estaba haciendo todo. Pero no paraba de exigirme más. Ha sido un regalo ser la madre de mis hijos. Y, como todo en la vida, ha tenido altibajos. Otra cosa no sería la vida. Solo he tenido un marido. Y solo he vivido en una casa. Lo contrario a mi infancia: el matrimonio de mis padres fue anulado cuando yo tenía dos años. Creo que fui capaz de romper con mi historia en lugar de repetirla.

¿Era importante?

Como mi infancia fue fragmentada y casi no conocí a mi padre, construir una familia estable ha sido curativo. El reto, para mí, ha sido no tener más hijos. Mi sentido de lo que constituye un éxito era alimentarlos, hacer las tareas domésticas… No sentí esa opresión porque necesitaba hacerlo. Tengo el deseo de alimentar. Mi abuela era así. Mi madre lo odiaba.

¿Es religiosa?

No.

En la puerta tiene una mezuzá.

Mi marido es judío. Y hemos educado a nuestros hijos en el judaísmo. Pero a mí, honestamente, me aburre. Siento que escribir es acércame a algún sentido, el que sea.

Su hermano, Graham Kimpton, le dijo antes de morir que añadiera pólvora a cualquier trabajo creativo.

Y lo entendí como una orden: ¿dónde está lo que hace que las cosas exploten? Encuentra eso y trabaja con ello. Esa es mi religión. Y mi principio estético: no me quiero acabar, quiero explotar.

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