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El atlas de Pandora
Columna
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Puro cuento

El don de contar buenas historias podría ser incluso un escudo, una protección frente al peligro

Miguel de Cervantes en un dibujo de la colección de retratos en miniatura Gestalten Der Weltgeschichte.
Miguel de Cervantes en un dibujo de la colección de retratos en miniatura Gestalten Der Weltgeschichte.The Print Collector / Getty Images (Getty Images)
Irene Vallejo

Cuántas veces te sorprenden las palabras que brotan de tus propios labios, dichas sin pensar, por inercia. “No me vengas con cuentos”, reprochas a tu hijo, cuando enhebra excusas fantasiosas para justificarse. El espejo de su mirada te devuelve tu contradicción: lo dices tú, precisamente tú, que te ganas la vida contando historias y urdiendo cuentos. Tú, que has comprobado mil veces cómo una anécdota con rostro humano deja una huella infinitamente más honda que una idea abstracta. Tú, que ensalzas la habilidad humana para tejer narraciones y nuestra sed inagotable de escucharlas. Sabes que el cerebro asimila mejor la información encapsulada en un relato y, tal vez por eso, durante milenios, hemos transmitido conocimientos de generación en generación a través de mitos y fábulas. Las civilizaciones necesitan justo a esas personas que vienen con un cargamento de cuentos.

El don de contar buenas historias podría ser incluso un escudo, una protección frente al peligro. Miguel de Cervantes, cinco años prisionero en Argel, intentó fugarse cuatro veces con un grupo de compañeros. Cuando lo atraparon, declaró ante el bey de Argel, el veneciano Hasán Bajá, asumiendo él solo toda la responsabilidad de la fuga. Son misteriosas las razones por las que sobrevivió ileso, pues los fugitivos capturados solían pagar su audacia con terribles suplicios o la muerte. Se alegan motivos económicos o eróticos, aunque quizá Cervantes se salvase por la seducción de sus relatos. Con esa hipótesis juega Bernardo Sánchez Salas en su novela Sombras Saavedra, donde el bey Hasán reclama a Miguel cuentos sobre su tierra, y el escritor, como una nueva Sherezade, para sobrevivir, inventa las graciosas peripecias de un caballero extravagante y su pragmático escudero —engendrados, como él mismo afirmó, en una cárcel—. Aquellas andanzas imaginadas debían prolongar el encantamiento mientras su autor esperaba el rescate y la liberación. Vivir para contarlo y contarlo para vivir, en aproximadamente mil y una noches.

Una milenaria muchedumbre de aedos, rapsodas, juglares, trovadores, recitadores de romances y literatura de cordel demuestra que las historias son mercancías anheladas en todas las épocas y rincones del mundo. Y cuando emergen revoluciones tecnológicas, desde la escritura hasta nuestras redes sociales, las innovaciones se alían siempre con el antiquísimo ardid de la narrativa. Durante los primeros años del cine mudo, los espec­táculos incluían a un comentarista —el “explicador”—, que relataba al público de forma ingeniosa o disparatada lo que sucedía en las imágenes. En ciertos lugares, las estrellas no eran tanto los actores como esos personajes estrambóticos provistos de carracas, campanillas y gran labia. Hasta la televisión, los seguidores enardecidos del fútbol vibraban con el énfasis de la radio, sin imágenes, y todavía hoy muchos aman ese ritual de escucha. Frente al supuesto imperio de las imágenes, los podcasts y audiolibros recuperan la calidez de la antigua oralidad. Y en los videojuegos, los casters —abreviatura de broadcasters— son el alma de las retransmisiones y enganchan al público, comunicando, con carisma y agilidad, la tensión y la emoción de jugar. Deseamos una voz que nos relate nuestros partidos y pasiones.

Y aún más nos apasiona narrarnos a nosotros mismos, con el adorno de imprecisiones y exageraciones. A partir de la memoria —esa gran fabuladora—, armamos cada cual la propia historia y tratamos de persuadir a los demás para que confíen en esa frágil urdimbre de invenciones. Poseemos un cerebro narrativo que, por defecto de fábrica, tiende a adaptar los hechos a la trama de esa novela cuyo protagonista estelar soy yo. Como Don Quijote, las personas —y las naciones— creemos cualquier disparate que engrandezca al héroe ideal que llevamos dentro. A fin de cuentas, hemos tejido un mundo sustentado en la economía y la fantasía, en contables y cuentistas. Por eso, como escribe Antonio Basanta en Leer contra la nada, contar es el verbo que mejor define nuestra andadura humana. “Contar objetos. Contar historias. Pero, también, sabernos apreciados, tener la certeza de que se nos tiene en cuenta”. Somos así: puro cuento.

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