Alejandro González Iñárritu: “Mostrar a tu hijo muerto es… liberador. Pasó hace 25 años y fui arrastrando la fragilidad”
Con ‘Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades’, el director mexicano autor de ‘Babel’ y ‘Amores perros’, ha vuelto a dividir a crítica y público. El drama se estrenó en el festival de Venecia y, tras pasar por salas, llega ahora a Netflix
El pueblo toledano de La Torre de Esteban Hambrán no tenía más de 60 casas en 1982, según recuerda Alejandro González Iñárritu. Hasta allí llegaron el ahora director y su amigo Jaime San Bernardi, dos chavales mexicanos que, embarcados en un carguero, habían cruzado el Atlántico para acabar trabajando en la vendimia a una hora de Madrid. Era la segunda vez que realizaba la travesía. “No tenía otra manera de viajar porque no poseía ni un peso a mis 19 años”, recuerda sentado en una suite del hotel Mandarin Ritz, en Madrid. Las cosas han cambiado mucho.
En el primer viaje en barco, realizado en 1980 —tras haberse fugado de casa con una mujer mayor y haber sido pillados por el padre de ella, que cercenó la relación—, conoció Estados Unidos, Barcelona y Sicilia. En este segundo, con 1.000 dólares en el bolsillo, regalo de su progenitor, Héctor González Gama, un banquero que se arruinó y se reinventó vendiendo fruta, acabó en un pueblo toledano que ahora suma 1.700 vecinos. “San Bernardi y yo nos levantamos a las cuatro de la madrugada a esperar a los tractores, y a las cinco y media nos recogió don Julián, que, acompañado de su hijo, nos preguntó si habíamos vendimiado”. Los mexicanos mintieron. “Le dije que lo había hecho en Francia, porque sabía que aquí las cepas son más bajas y en Francia más altas. Me explicaron el proceso como si yo ya fuera experimentado, nos dieron unas navajas y pasamos tres semanas durmiendo en la bodega con un barril de aceite y patatas. Jaime y yo nunca podremos olvidar el dolor de riñones. Te agachas 700 veces, te levantas, cargas con las canastas, y a nuestro lado, incansables, había unos gitanos cantando, vendimiando como si nada y compartiendo con nosotros su queso”, narra con sonrisa nostálgica. Estalla en carcajadas: “En el único bar que había, jamás lo olvidaré, me reía con los chistes de Jaime, y el movimiento me provocaba unos enormes espasmos en la espalda. Fue la primera vez que probé un carajillo, por recomendación del camarero, y al beberlo su calor me alivió el dolor”.
De aquellos seis meses en España recuerda otra anécdota; esta, en la discoteca Piper’s, en Torremolinos. “No teníamos dinero, dormimos tres días en la playa, y unas amigas que nos habíamos hecho en el tren trabajaban de camareras en aquel local. Así que nos presentaron al gerente, y este nos dijo: ‘Échense en la piscina’. Dentro había unos morenos de ébano y un rubio escultural, y nos metimos a bailar también en la alberca. A las dos horas nos echaron por bailarines deplorables. Pero con esas pesetas volvimos a Madrid. Fue un intercambio de ridículos. Me da risa recordarlo y a la vez me gusta aquella ambición de hacerlo todo, aunque fuera por necesidad: desde vendimiar hasta bailar o dormir varias noches en los bancos del Retiro. A los 19 años te invade una fuerza increíble, no hace falta ni descansar, crees que todo lo puedes arreglar…”.
También guarda un objeto de aquel viaje en su casa. “Don Julián nos envió, a través de mi cuñado, que lo visitó al año siguiente, una botella de nuestra vendimia. En el año 2000, tras proyectar Amores perros en San Sebastián, llevé a mis padres a La Torre de Esteban Hambrán. Ya no estaba don Julián [la mirada del mexicano se apaga por un momento]. Quería agradecerle la botella de vino. Todavía no la he abierto, ni lo haré”.
Cada historia que cuenta Alejandro González Iñárritu agiganta la leyenda que lo rodea. “When the legend becomes fact, print the legend” (Cuando la leyenda se convierte en realidad, imprime la leyenda), incide el tópico de John Ford. Un vídeo en YouTube muestra al cineasta con un péndulo invocando al espíritu de Godard. Miembros de sus rodajes recuerdan a un chamán convocado por Iñárritu o sus brutales inmersiones en horas y horas de filmación, que se iban acumulando en semanas, meses, a la búsqueda de la experiencia fílmica mientras quemaba a su equipo y sus actores se rebelaban. La espalda de Javier Bardem no ha vuelto a ser la misma tras su trabajo en Biutiful. Otros murmuran sobre las creencias religiosas de un director apodado El Negro, no por el color de su ropa como habitualmente se comenta, sino por el futbolista chileno Roberto Negro Hodge, estrella del Club América, del que el cineasta es fan. Viejos conocidos hablan de la mano sabia de Guillermo del Toro en el montaje de Amores perros, que incluso, afirman, se realizó en tan solo un fin de semana de trabajo ininterrumpido del que salió, cortado, pulido y editado, el primer largometraje de Iñárritu, su presentación al mundo cinéfilo. Imprime la leyenda.
A todo eso, González Iñárritu solo mira hacia adelante. Le gusta hablar del pasado, de la cultura milenaria que ha mamado (el verbo que más veces pronuncia en la entrevista), pero no de su pasado. “Vivo ciclos, y cuando algo ya no me excita me salgo. Cuando me encuentro repitiendo cosas, quiero cambiar. Hace siglos esas etapas vitales no pasaban porque nos moríamos antes [risas]. De la radio pasé a la publicidad y de ahí al cine. Lo bueno del cine es que es una creación de altísimo riesgo, no hay recetas. Y eso siempre me entusiasma”. Y desde él puede abordar otras obras, como su instalación Carne y arena, que confrontaba al espectador ante la brutalidad encarada por la inmigración mexicana que diariamente cruza sin papeles hacia Estados Unidos. Con todo, anuncia: “Siento que el ciclo que empezó aquel 2000 se cierra ahora con Bardo. Me siento satisfecho de cerrar este capítulo, ya explorado y aprendido, y lo hice de la forma que quería hacerlo”. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades era una de las grandes apuestas de la plataforma Netflix para la temporada de premios. Repetía el envite de Roma, de Alfonso Cuarón: prestigioso director mexicano ahonda en sus recuerdos vitales. Pero desde su estreno en el festival de Venecia, la película ha polarizado a crítica y prensa. Ahora llega al streaming, sigue en la carrera de los Oscar (es la seleccionada por México) e Iñárritu espera paciente: “En Biutiful me agarraron a palos, y ahora es mi mejor película. Este tipo de cine necesita tiempo. Ya está ahí, hay que dejarla caminar por sí sola. La audiencia encontrará esta película… ¿Cuál es esa audiencia? No lo sé”. El cineasta coge una jarra de agua y llena un vaso. “El arte es esa agua, y el vaso, el espectador. Se hace a quien la recibe, se vierte sobre él y se amolda”.
En estos cambios de ciclo, Iñárritu ha mutado. A su regreso de las aventuras en el carguero, entró en la Universidad Iberoamericana, en Ciudad de México, para estudiar Comunicación. En 1985 comenzó a trabajar en la emisora de radio WFM y dos años más tarde abandonó la facultad para lanzarse desbocado a la radio. Llegaría a dirigir WFM y a convertirla en la más escuchada en su ciudad natal. “Me gusta más la música, sé más de ella, que el cine. Ahora bien, recuerdo aquella época con gran satisfacción, aunque no la añoro”, confiesa.
En los años noventa, tras haber compuesto bandas sonoras para media docena de filmes, se resetea. Le salen a borbotones, como si hirvieran en su alma, las imágenes aprehendidas durante miles de horas de películas vistas en la Cineteca Nacional. Funda Z Films, y empieza a dirigir anuncios y cortos. Estudia en Los Ángeles Dirección de Teatro con el polaco Ludwik Margules, una leyenda en ese terreno abonado a la tiranía. Dirige hasta episodios de televisión. Y empieza otro ciclo.
Iñárritu se alía con Guillermo Arriaga, el guionista que escribe sus tres primeras películas (y junto al que protagonizará una estentórea ruptura en 2006). Ya ha conocido a Alfonso Cuarón, cuando este se preparaba para dirigir en 1998 Grandes esperanzas, y poco después a Del Toro. Por edad, Iñárritu es el mediano. Desde entonces, son un trío inseparable. Y acaban llegando las películas y los premios Oscar: en 2006 incluso coinciden en la ceremonia. Del Toro compite con El laberinto del fauno, Cuarón con Hijos de los hombres y González Iñárritu con Babel. Este ya se ha mudado a Los Ángeles. “Nos fuimos porque el país no nos podía ofrecer lo que queríamos: Guillermo, Alfonso, El Chivo [el director de fotografía Emmanuel Lubezki]… A eso añades la violencia y la impunidad que había y hay en mi país. En 2000 ser cineasta era casi imposible. Amores perros fue un milagro; hoy todos los chavales quieren dirigir. Pero yo no corté el cordón umbilical”, asegura.
Y por ello, desde hace 21 años, es un inmigrante en California. “A lo largo de mi carrera, en distintas películas, he observado desde fuera un fenómeno cercano a mí, la inmigración. Vivo en una ciudad en la que soy migrante, cierto es que desde una situación de privilegio, pero comparto sus calles con otros migrantes de distintas clases. En Bardo afronto el tema desde mi propia experiencia, contando algo que es muy difícil de arañar, de expresar, para quienes no lo han sufrido, y que quienes estamos dislocados, desplazados, entendemos. Lo hago sin certidumbres, creando la película desde el desasosiego, sin respuestas. Enseño el sentimiento que sé que comparto con millones de personas, en una historia para la que he necesitado cinco años para encontrar su orden”.
La voz del cineasta modula el discurso, atrapa al interlocutor. Se entiende que estrella tras estrella de Hollywood ansíen trabajar a su mando. Recuerda momentos vitales difíciles que ha vomitado en Bardo, como la pérdida de un hijo, y otros más entrañables, como la relación con su padre. “Mostrar a tu hijo muerto es… liberador. Pasó hace 25 años, y fui arrastrando la sensación de fragilidad. En la vida se te queda una grieta. Pero a través de esa grieta, decía Leonard Cohen, penetra la luz. Y por ahí abordé ese dolor, porque así lo pude ver con más… ligereza y aceptación”. Para Iñárritu, Bardo entra en el terreno de la confesión: “Con esta película me rendí, no hay nada que esconder ni de que avergonzarme: abro mis heridas, mi dolor, mi corazón; por eso no acepto ciertas acusaciones. Tener 59 años, en fin, tener esta edad da pocas ventajas, pero una es poder otear y hablar de lo ocurrido sin pasar por terapia. Esto no es un selfi, es un self, y cuando leo novelas de este género lo agradezco porque es un acto de generosidad”. Sin casi respirar, pica piedra en la aflicción: “Esa generosidad es un acto de valor; si haces una película, que sea tuya; lo otro es artesanía. Esos dolores, como la pérdida de un hijo, son difíciles de entender para quienes no han sufrido algo parecido. Si no has encarado estos actos intangibles para los que no hay palabras ni razón, ¿cómo los cuentas? No hay palabra para un padre que ha perdido a su hijo. En todo caso, en pantalla también hablo de la pérdida de un país, la pérdida de la narrativa, la pérdida de la memoria…”.
Retorno a Ciudad de México
Silverio, el protagonista de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, es un prestigioso documentalista mexicano que retorna con su familia a Ciudad de México desde California para recoger y celebrar un gran premio. En su estancia, encara los reproches de quienes se quedaron, el amor de sus amigos y las contradicciones de su obra y su vida. Imposible no sentir que Silverio, encarnado por Daniel Giménez Cacho, sirva como alter ego de Iñárritu, más cuando el actor usa un peluquín que lo aproxima físicamente al director. “Nooo, es mejor parecido y más delgado”, responde su creador levantando las manos en gesto de inocencia. “Sí es un alter ego, desde luego, pero a partir de ahí exploro más allá de mí mismo. Nunca tuve intención de que se parecieran físicamente”. También niega la mayor sobre el paralelismo entre Luis, un periodista que se quedó en Ciudad de México y que realiza un programa de televisión de éxito, antiguo amigo de Silverio al que reprocha su huida del país, con Guillermo Arriaga. “Nunca haría una película de esa manera tan reduccionista. Para mí, el cuestionamiento entre Luis y él es acerca de cómo definen el mundo dos visiones antagónicas. La crisis existencial que vive Silverio es la mía: me duele ver el mundo contado a tuitazos, el linchamiento digital de pocas palabras y estímulos fáciles; el triunfo de los prejuicios rápidos ante problemas complejísimos en algo en lo que yo no participo, porque no tengo redes sociales. Silverio entiende que el mundo se le escapa entre los dedos. Es la crisis de la ficción. Como periodista, ¿qué es la verdad, quién la construye y bajo qué agenda? Fíjate, al final, la misma película está sufriendo lo mismo de lo que habla. Estamos en una constante incomunicación, hay una angustia en la incertidumbre sobre qué es verdad”.
Antes de entrar en esos ataques, Iñárritu aclara aún más su visión del periodismo: “Me importa entender lo que pasa hoy y por eso me interesa el periodismo. Luis le echa en cara a Silverio que se fuera y que abandonara al resto sufriendo, pero su programa se llama Supongamos, y la suposición solo da mal periodismo. El protagonista busca la verdad y desde sus documentales pasa a la ficción, porque entiende que en el fondo todo es ficción. Ahí encuentra mayor verdad: la ficción requiere honestidad”. Silverio igual a Alejandro.
Desde su título, advierte su creador, Bardo ha sido malinterpretada por muchos críticos. En la cultura budista, la palabra bardo significa estado intermedio o estado de transición (durante el rodaje se llamaba Limbo). “No significa juglar, por favor, no partí de ahí, sino del estado de la incertidumbre. Comparto con el personaje que la memoria no tiene verdad, sino convicción emocional. El resto de los temas, como la pérdida de un hijo, la llegada de la adolescencia, la conquista de un país mestizo, la invasión de México por las multinacionales, todo es mío. Y el filme será incómodo a quien quiera una narración al uso. Lo siento, su naturaleza es otra, y desde ahí se ve, no se puede juzgar desde otro lado”. No suena a dolido. “Bardo es básicamente un sueño, una experiencia sensorial, y pedirle lógica a un sueño es traicionarlo. La he creado desde la libertad y hay que vivirla desde la incomodidad. Habrá quienes no la comprendan”. ¿Quiénes no? “Me parece crucial el libro The Master and His Emissary (El maestro y su emisario), de Iain McGilchrist, que explica cómo operamos con el hemisferio derecho o con el izquierdo del cerebro, la diferencia entre ambos lados, y cómo necesitamos los dos. El derecho es el creativo, el izquierdo es el de la razón”. Así, subraya, se entienden las guerras, los enfrentamientos sociales, los amores y odios intelectuales y artísticos… y el respeto a Bardo o la entrada a degüello con la película con la que cierra un ciclo.
La pulla se extrapola a las referencias cinematográficas aparecidas en las primeras críticas, que buscan similitudes con Fellini, 8 ½. No se le entiende desde miradas occidentales, alejadas de la cultura que ha mamado (¿se acuerdan?, el verbo más repetido): Iñárritu insiste en Jorge Luis Borges y Octavio Paz. “Es un filme muy mexicano. Me parece importante entender las fuentes de esta imaginación, que son las culturas mexicanas y en general latinoamericanas, milenarias, que yo sí conozco en estructura y fondo. Nuestro imaginario, que es muy cabrón, se muestra con un glorioso maximalismo que se ve en el arte de los muralistas, o en nuestra comida o en nuestra música. Y es con eso con lo que tiene que ver Bardo, con eso y con los autores literarios que yo mamé. Esta película tiene mucho más de Buñuel, Jodorowsky o Rulfo. Reducirlo a una emulación de otros cineastas mundiales —que por otro lado he disfrutado—…, mira, no”. Y resalta la música como ejemplo de extrañamiento cultural: “Sabía cuando empecé que serían los metales los que mandarían en una banda sonora creada por una banda de Oaxaca, con sonidos desafinados que suenan tanto a funeral como a boda, con alegría nostálgica y añoranza. O que iba a sacar a José José a capela, una referencia que se escapará al mundo anglosajón”.
La conversación acerca de este choque entre tirios y troyanos sirve como pulla al toro Iñárritu: “Cuando hoy en el mundo alguien comparte algo, la mirada suele ser homogeneizadora, y a la contra. Los medios globales acotan la conversación, y así se jode todo. Piensa en una sopa. Alguien dice que hay un pelo en la sopa y ya solo hablamos del pelo, nos olvidamos de las virtudes de la sopa. Y ni siquiera sabemos si ese pelo existe, solo que alguien dijo que lo había. Es como el texto que leyó en 2005 David Foster Wallace en la Universidad de Keyton: ‘Están dos peces nadando juntos cuando se topan con un pez más viejo en sentido contrario. Les saluda y les dice: Buen día, muchachos. ¿Cómo está el agua? Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta: ¿Qué demonios es el agua?’. En fin, todo es espejismo, cacofonías de verdades”.
Acaba la charla. El cineasta explica que su país natal y el adoptivo se parecen en el vilipendio actual a la cultura. “El preámbulo del fascismo es el desprecio y el ataque a la cultura, a la que desde las redes sociales escupen. Yo aguanto los palos, vale, pero para un joven que construye y comparte una visión esos ataques son terribles”. En el epílogo, durante la posterior sesión de fotos, aún tendrá tiempo para un postrero titular: “La indiferencia es lo peor. Esta polarización provocada por Bardo me confirma que en mi cine, en el fondo, hay algo”.
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