Desayuno a la mexicana entre hípsters de mañaneo y polis con más apetito que buena fama
Fonda Margarita, un clásico de la Ciudad de México, combina sabrosos pucheros con una fauna encantadora
La muerte de la abuela Margarita no apagó la lumbre. En la hilera de gigantes cazuelas de barro apoyadas sobre las brasas borbotea esta madrugada, como ayer, la salsa verde que dará gusto al chicharrón, a la longaniza y al puerco. Puntas de filete suben a respirar a la superficie del caldo oscuro de pasilla y las tortas de carne se defienden entre un naufragio de chiles. A medida que corre el reloj, los olores de la cocina se tornarán sabrosos y el toque final, sobre las 5.30, lo dará María de Jesús Castillo, con su ajuste diario de sal. La luz y la noche pleitean en la calle cuando el muchacho de la limpieza baldea el local de losas incompletas, a cubetazos, sin miramientos. Tampoco los tiene el carbonero, que pisa el fregado de ida y vuelta con su carga negra para que las cazuelas sigan a toda máquina. Se enfrían las botellas, se colocan las servilletas, llega el de las tortillas, después el churrero, un último repaso al cuarto de baño. A las 6.30, la Fonda Margarita, en la colonia del Valle de la Ciudad de México, recibe al primer cliente.
El hombre entra sigiloso y se coloca en la punta de una mesa, pegadito a la puerta, como si se fuera a ir sin pagar. El ambiente sigue en el mismo silencio desvelado de las madrugadas cantineras, pero ya los músicos han tomado su puesto en el rincón de siempre, el de hace 25 años, día tras día, más de 3.000 canciones en el reportorio, Víctor Islas y Rafael García. Después llegarán borrachos, artistas, policías, familias con niños, modernos de gafotas y uñas de colores, insomnes, enamorados, asiduos y primerizos. Con corbata o en pantuflas, unos se sentarán a curar la cruda y otros harán fila en la puerta para llevar el desayuno a casa. Entre todos vaciarán las ollas antes de las 10.30 y, a las 11.00, el local echará el cerrojo.
Margarita Castillo, nieta de la fundadora, volverá mañana a las dos de la madrugada a prender el carbón para derretir la manteca de cerdo y refreír los frijoles, vencidos tras 10 horas de cocción en agua y sal, nada más. Después se mezclarán con huevo batido y el plato estrella saldrá a la mesa tan suave al gusto como pesado en el estómago si la moderación pierde la partida. La manteca de cerdo es la reina de la fonda, lo avisa el cartel del menú. Nadie se llame a engaño, porque no hay trampa ni cartón en este negocio de clientela ecléctica e incondicional que se rinde cada mañana a la recia tradición mexicana de despertar las entrañas con pancita picante (callos caldosos), espinazo en chile guajillo, manitas de cerdo y pata de res.
La abuela Margarita empezó en la calle, acarreando los bártulos cada día. Sería su buena mano o la protección del Señor del Buen Despacho, en la iglesia de enfrente, a cuyos fieles ofrecía sus guisos el día de fiesta, el caso es que montó un negocio estable y pudo traer de vuelta a su marido, que andaba de bracero. Los hijos trabajan todavía en la fonda: María de Jesús Castillo llega pintada de mañanita, se sienta a desayunar con los músicos y pasea sus pocos kilos con sigilo gatuno entre las mesas. No le falta retranca. Cuando llega la policía, alguien comenta: “Bueno, pues ya estamos seguros”. “¿Usted cree?”, responderá María de Jesús con el tonito afinado. La fama de los agentes en México no se debe a su eficacia protectora.
Desde un cuartito empotrado entre la cocina y el baño, el segundo hermano, Ricardo, lleva con pulso firme cada moneda que se mueve en el lugar. El tercer hijo murió, pero ahí está la nieta, Margarita, tercera en discordia, que siempre hay rencillas que dirimir en familia.
Ella es el alma de la cocina, la que llena las ollas y se pelea con los frijoles a golpe de remo, así de grandes son las palas para remover. La que sopla el carbón y endereza las cazuelas sobre las brasas. Los anafres los hizo su padre en la herrería. Casi todo es de otro tiempo, el de la abuela, que se apellidaba Lugo por un remoto pariente español que quedó al cuidado de unos franciscanos en México. Una foto antigua muestra a esa primera Margarita cocinando con su delantal y, al lado, un reconocimiento a su oficio colgado en la pared. No hay mucho más, ni una foto de los actores Héctor Bonilla o Héctor Lechuga, ni del cantante de Reik o alguna presentadora de la tele. Tampoco de Anthony Bourdain, el mediático jefe de cocina que, como tantos gringos, bajaba a México a darle gusto al paladar. No son las paredes vacías, sino los clientes quienes recuerdan esas ilustres visitas para darle postín al lugar. La nieta de la fundadora heredó el nombre de la abuela y su mejor sazón. Por eso sigue yendo a desayunar, “por lo menos una vez al mes”, Mario Colina Garduño, de 65 años. La calle de Adolfo Prieto ahora le queda lejos, pero qué cerca en la memoria aquellos desayunos con su madre al calorcito de una cocina que ha ido ganando con los años el encanto de lo viejo. Sin alardes ni artificio, viandas en vajilla humilde y la eterna coca-cola con que los mexicanos se empeñan en profanar sus mejores guisos. Nada de alcohol, nada de broncas. Café de puchero.
El éxito de aquellas mesas corridas, dice Colina Garduño, fue acicate para otros negocios que se extienden ahora por la zona. Pero éxito es una palabra que también mata. Eso teme Miguel Villa, de 33 años, sentado en el coche a la puerta de la fonda, mientras su amigo Diego recoge el pedido para clausurar en casa la noche de parranda. “El éxito lo va a gentrificar, lo mismo que pasó con El Vilsito”. Habla de un local que es taller mecánico de día y taquería después: “Ahora hay que esperar una hora o más para que te sirvan un taco el sábado”. Los dos amigos han llegado a la fonda a las seis y pico porque “a las 9.30 ya no habrá longaniza. Pruebe la longaniza, por favor”, sugiere Miguel. El paladar de este fotógrafo de cine también acude al llamado de la nostalgia: “Mi mamá venía, mi abuelita venía”.
La fonda es uno de los lugares míticos de la ciudad, aunque para desayunar haya que trasladarse kilómetros. Esta mañana, las calles están cortadas en media capital porque se corre el maratón y eso no augura un buen negocio. Se equivocarán quienes así piensan: cuando las campanas de la iglesia se echan a volar, aparecen en la puerta varios hombres. Uno de ellos se presenta como Frank Quetzal, director de Planeación de Seguridad Pública de la zona Oriente, por sobrenombre Coatl Alfa. Encarga 18 guisos para los que le acompañan al cuidado de la carrera en ese tramo. “Con razón mi pedido tardaba”, se queja bajito un cliente que espera. “Ojo no me vayan a endilgar a mí la cuenta de esos”, bromea con la mesera. Y sigue la mañana uniendo en un círculo a los que mueren de sueño con los que se desperezan. La fonda es el símbolo perfecto de la ciudad que no duerme.
La abuela Margarita murió en 1993. Con ella se perdió la fecha exacta en que abrió el local, “alrededor de los cincuenta”, dice su hijo Ricardo. México vivía años de crecimiento extractivista que dejaron en los huesos al país. Del desarrollo rapaz solo se libran los negocios que mantienen viva su esencia y atienden por igual a cualquiera que entre por la puerta. Así fue con la abuela, siempre las mismas recetas, ni modas ni aventuras. De seis a once de la mañana, la Fonda Margarita tiene la lumbre encendida para desayunar a la mexicana.
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