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De cómo los edificios y los espacios públicos influyen en nuestro cuerpo y mente

Los edificios, los espacios y su diseño nos influyen más allá de la experiencia material, funcional y estética. Definen y marcan la esfera mental y existencial de nuestra vida.

Psicologia
María Hergueta

Había estado echando de menos la sensación de entrar en la biblioteca universitaria. La pandemia obligó a cerrarla. ¿Puede la arquitectura ayudarnos a encontrar nuestro lugar en el complejo mundo actual? ¿Es nuestra emoción por la arquitectura principalmente una respuesta biológica, proveniente de nuestro deseo más primitivo de sentirnos seguros en un mundo natural considerado amenazante, o es también cultural, en la medida en que aprendemos a valorar los espacios por razones que trascienden la mera supervivencia y nos inclinamos hacia la experiencia estética?

Añoraba lo que el arquitecto holandés Aldo van Eyck, hace medio siglo, caracterizó como el significado de cruzar un umbral, justo antes de entrar en una habitación. Es una experiencia magnífica, porque a través de ella se puede construir toda una arquitectura —”quizá porque en el umbral residen todas las demás verdades de otras cosas que lo sustentan”, apunta otro gran arquitecto, Louis Kahn—. Borges nos transporta a ese instante al cruzar, él mismo, el de la Biblioteca Nacional Argentina: “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A la izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas”. Pero no fue la interioridad de un edificio sino la experiencia sensorial del espacio urbano de una plaza pública —en el corazón de mi ciudad— la que ancló mi sentido de lugar durante la pandemia. La fuerza del cuadrángulo tendía a orientarme hacia su centro; está uno solo y, sin embargo, no lo está, aunque no hay observadores visibles. La cualidad definitoria de la plaza es su vacío, su carácter radica en última instancia en su vacío —son tabula rasa—. En la plaza es donde encontré un lugar de posibilidad, el ágora. Esto es lo que puede significar su vacío.

El arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa, exdecano de la Universidad Tecnológica de Helsinki, propone que “una experiencia arquitectónica en realidad no es simplemente una serie de imágenes en la retina, en nuestro encuentro con un edificio: lo abordamos, lo confrontamos, lo descubrimos, interactúa con nuestro cuerpo, nos movemos, lo utilizamos como condición para otras experiencias”. Según él, la tarea de la arquitectura se extiende más allá de sus propiedades materiales, funcionales y mensurables, e incluso más allá de la estética, hacia la esfera mental y existencial de la vida: “Los edificios son los mediadores entre el mundo y nuestra conciencia”. Además de albergar nuestros frágiles cuerpos y nuestras actividades, también deben albergar nuestras mentes, recuerdos, deseos y sueños. El filósofo Gaston Bachelard asigna a la arquitectura una tarea verdaderamente monumental: la casa “es un instrumento con el que confrontamos el cosmos”; en su opinión, “nacemos en la cuna de la arquitectura”.

¿En qué se diferencia caminar por las callejuelas de una ciudad medieval italiana de caminar por los costados de la metrópolis de cemento y vidrio? “La emoción es fundamental para la experiencia de la arquitectura, la experiencia multisensorial nos habla directamente,” me responde Harry Mallgrave, profesor distinguido del Instituto de Tecnología de Illinois y promotor de devolverle a la arquitectura de nuestras ciudades su esencia humanista, y añade: “El entorno diseñado, con el que estamos intrincadamente entrelazados, no solo desempeña un papel en el comportamiento humano, sino, lo que es más importante, en nuestra capacidad a largo plazo para desarrollarnos y prosperar como organismos”.

Mallgrave destaca que el cerebro humano posee un mosaico de sistemas de neuronas espejo que se activan en nuestros procesos visuales, auditivos, táctiles y sociales. Percibimos el mundo a través de nuestras potencialidades sensoriomotrices para la acción, el campo dinámico o Umwelt que rodea nuestros cuerpos. Estos mecanismos espejo son un componente fundamental para la experiencia de la arquitectura: por medio de nuestra sensibilidad óptica nos proyectamos en la forma arquitectónica, en un contagio emocional de empatía, por así decir. “Si bien respondemos neurológicamente al contacto de los objetos animados o inanimados que observamos, ¿no responderíamos también a los materiales y formas arquitectónicas que se tocan entre sí?”.

“¿Quién eres?’, dijo la oruga. No era un inicio alentador para empezar una conversación. Alicia contestó un poco intimidada: ‘Apenas sé, señora, lo que soy en este momento… Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces”. El dilema de Alicia, concluye Mallgrave, ilustra el efecto que los espacios que habitamos, nuestros nichos, tienen sobre nosotros: la arquitectura es una expresión materializada del espacio mental humano; y nuestro propio espacio mental está estructurado y ampliado por la arquitectura.

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