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Carta blanca
Columna
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Pañuelos de papel

Siento que una parte de tu intimidad aún sobrevive en estas prendas de hermano mayor que recogí de tu casa casi a hurtadillas.

Desde que te me moriste, Fer, no he dejado de hurgar en las chaquetas, chamarras y pantalones que he heredado de tus roperos. No sé bien en busca de qué. Pero a veces reviso el interior de tus bolsillos de tela con la desesperación de un náufrago que no ha hallado la botella adecuada para pedir auxilio. Siento que una parte de tu intimidad aún sobrevive en estas prendas de hermano mayor que recogí de tu casa casi a hurtadillas, como si estuviera apropiándome de las evidencias de la escena de un crimen. Y pienso que, mientras sea capaz de reconocer tu silueta en algunas de ellas, seguirás a mi lado.

Antes de que los teléfonos móviles se convirtieran en el principal repositorio de nuestra vida privada, no había mayor indiscreción que examinar bolsillos ajenos. Los secretos mejor guardados solían estar ahí: un porro listo para fumar, un billete de lotería premiado, un falso muñeco vudú para meter miedo, un test de embarazo. Los bolsillos eran la versión cotidiana de nuestra singularidad, un botín codiciado por los detectives y por los biógrafos. Quizás por eso, todavía nos conminan a vaciarlos en los aeropuertos. A todos nos ha tocado demostrar, en algún momento, que no somos enemigos públicos.

En tus bolsillos, Fer, han aparecido billetes de 20 euros con olor a húmedo, bolígrafos, lentillas, monedas, tiritas, recibos, llaveros, tarjetas de presentación y, sobre todo, pañuelos. Pañuelos de papel manoseados o compactos como una pelota o con los bordes raídos de los pergaminos. Pañuelos tan ásperos como una corteza o duros como huevos petrificados. Pañuelos con las esquinas dobladas o con algunos restos de sangre o rotos o deshilachados. Y también he encontrado pañuelos que no llegaste a utilizar nunca, inmaculados, blanquísimos, incapaces de trasladarme a otro lugar u otro tiempo.

Moriste mal: joven, por culpa de un cáncer y en mitad de una pandemia. Y esos paquetes de kleenex sin estrenar me llenan de angustia. Son como el vaso con agua sin terminar que alguien retira del dormitorio de un recién fallecido. O como la partida de ajedrez a distancia que jugabas contra un capitán de barco y que descubrí, inconclusa, en una mesilla. La constancia de las cosas que no te veré hacer más. Ausencia maldita.

La última vez que estuve a tu lado, querido Fer, eras casi un fantasma: un cuerpo callado, que ya no se sostenía, bajo unas sábanas desangeladas que, poco a poco, iban adquiriendo la forma de un muerto. Recuerdo que te agarré del brazo y que te pellizqué como buscando una voz —esperando que reaccionaras—. Pero lo único que quedaba allí de ti era una respiración alimentada por una máquina. Y te fuiste en silencio: sin poder abrazar a nadie en aquel cuarto de hospital donde otros, antes que tú, también murieron.

Desde entonces, me he acostumbrado a ponerme tus camisetas como si fueran una piel de repuesto. Suelo hablarte en voz alta cuando no hay nadie en casa. Y me he atado a los rastros que quedan de ti como un historiador que se aferra a la vida pretérita. Un día hasta acepté recibir un libro de Amazon que habías pedido porque no fui capaz de decirle al repartidor que tú nunca más le abrirías la puerta. Y luego, al caer la noche, me senté y lloré. Lloré porque aquel paquete abierto con el logo de una sonrisa era la prueba evidente de que yo tampoco te volvería a ver nunca. Lloré con la cabeza gacha, el gesto menguante y el pecho húmedo, como si una lluvia muy fina cayera por dentro.

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