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Carta blanca
Columna
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Carta blanca a Gerardo Cameselle

Sobrevivieron tres, los que esquivaron la heroína. Pienso con bastante frecuencia en todas esas madres que llenaban de flores los cementerios.

Ledicia Costas EPS

Es indecente el silencio que dejan los muertos cuando tienes 11 años y no comprendes del todo cómo funciona ese viaje. Era 1991 y recuerdo que papá entró en el coche con una sombra sobre su frente y me dio la noticia: “Tu padrino acaba de morirse”. Yo apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla y me hice una bola en el asiento de atrás. Me enteré de todo: te habían encontrado en el cuarto de baño de un bar de Vigo, con la aguja todavía clavada en el brazo. Muchas veces, los adultos creen que los niños no escuchan o no comprenden. Ambas cosas son mentira.

¿Sabes otra cosa que recuerdo con toda nitidez? Los pendientes dorados de tu madre. Eran gigantes, como sus lágrimas. Lloraba con esa pulsión incontrolable, con ese desgarro que te llena el alma de agujeros. Le habían arrancado un trozo de corazón y sabía que jamás podría recomponerlo. Con el tiempo, me enteré de que habían ido a despedirte al cementerio un montón de amigos tuyos. Estaban demacrados. Muchos de ellos, poco después, también ocuparon su lugar allí, cerquita de ti. Es difícil echar cuentas, pero he encontrado una fórmula que sirve para hacerse una idea bastante aproximada del número de ausencias. Papá siempre relata que vuestra pandilla de amigos era inmensa, más de treinta. Tan solo sobrevivieron tres. Los tres que consiguieron esquivar la heroína. La vieron de lejos y no quisieron saber nada de ella. Pienso con bastante frecuencia en todas esas madres que llenaban de flores los cementerios. Desde pequeña siempre me ha parecido extraño que no exista ninguna palabra que defina esa pérdida. Como los huérfanos, pero al revés.

Hay una cosa que quiero contarte. Es sobre aquel libro tan increíble que me regalaste por Pascua, cuando yo tenía siete u ocho años: Cuentos maravillosos del mundo entero. Lo leí una y otra y otra vez, hasta que se le cayeron las hojas y se le rompieron las pastas. Gracias a ese volumen conocí a La Cerillera, a Rip Van Winkel, a La Mujer Helecho… Me parecía mágico, y resulta que sus páginas estaban llenas de muertes. Yo ni siquiera era consciente. Ahora creo que todas esas historias tristes y terribles eran una premonición de lo que iba a suceder. Debes saber que he conseguido una copia idéntica que está intacta, con todas las hojas en su sitio. Es mi libro favorito.

Ayer me contaron que tu madre se ha muerto y decidí que había llegado el momento perfecto para hablar contigo. Ya ves, otra vez las madres. Siempre están, aunque se hayan ido. Las imagino igual que leonas abrazando a sus crías. O magas, lanzando golpes de luz para hacer desaparecer tanto dolor y tanta sombra. Enviando destellos, estrellas y soles, como cuando los niños sonríen. En el fondo, somos hijas de una generación perdida, y eso, a la fuerza, nos hace diferentes.

P. D.: No me he olvidado del tamaño de tus manos.

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