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Blogs / Gastro
Gastronotas de Capel
Por José Carlos Capel
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Cincuenta horas de cocina para degustar una monumental olla podrida en el hotel y bodega Abadía Retuerta

Los cocineros Marc Segarra y Juanjo López necesitaron casi dos días para poner a punto el suculento plato cumbre de la cocina de ebullición, el monumento culinario más importante del Renacimiento europeo

José Carlos Capel
Juanjo Lopez y Marc Segarra
Los cocineros Juanjo López (a la izquierda) y Marc Segarra con los pavos empleados en su olla podrida, cocinada en el hotel y bodega Abadía Retuerta (Valladolid).José Carlos Capel

Cincuenta horas antes de la fecha señalada para el ágape, en las cocinas del hotel y bodega Abadía Retuerta, en Sardón de Duero (Valladolid), habían comenzado a hervir a fuego lento cinco gigantescas ollas y otras tantas cazuelas. Bajo las directrices de Marc Segarra, cocinero jefe, y la valiosa complicidad de Juanjo López, propietario de La Tasquita de Enfrente (Madrid), iniciábamos la aventura de revivir el plato cumbre de la cocina de ebullición, el monumento culinario más importante del Renacimiento europeo. Una olla podrida, receta surgida en España en el Siglo de Oro que íbamos a adaptar a los gustos del siglo XXI inspirándonos en los recetarios de los cocineros de los Austrias, Diego Granado y Martínez Montiño.

El aprovisionamiento no resultó sencillo. Ni la tarea de fijar el orden de los vuelcos tampoco. Durante las semanas previas, Segarra se volcó en la tarea de seleccionar los mejores productos. Para un ágape restringido a 40 comensales acumuló ingentes cantidades de ingredientes: patas y morros de cerdo; mantas de tocino fresco y salado; panceta de ibérico; orejas; huesos blancos de rodilla y de caña con su tuétano; lenguas de vacuno; codillos de cerdo; presas ibéricas; longanizas; morcillas; liebres; conejos; carrilleras de jabalíes; lomos de venado; gallinas; pollos camperos; perdices; alitas de pollo; pichones de Tierra de Campos; cuatro pavos, y numerosas codornices. Del reino vegetal, coles, nabos, boniatos, calabaza y garbanzos pedrosillanos, además de 300 gramos de trufa. En conjunto, más de 130 kilos que hirvieron en 90 litros de agua. Un pantagruélico remedo de alguno de los banquetes del Renacimiento organizados por aquellos eximios cocineros.

El chef Marc Segarra espumando la olla podrida.
El chef Marc Segarra espumando la olla podrida.

Fieles a nuestro fundamentalismo nos autoimpusimos dos requisitos: renunciar a los ingredientes americanos que en los albores del XVI aún no habían arraigado en España y asumir el compromiso de que todos los vuelcos saldrían de las ollas. Nada de patatas, tomates, pimientos, pimentón ni por supuesto alubias. Tampoco asados, ni sofritos, ni salteados, a excepción del pastelón de caza, con el que concluimos el ágape apenas salió del horno.

¿Y los pavos? Una licencia divertida, aunque legítima. Llegaron de tierras americanas en 1519 de la mano de la Compañía de Jesús, arraigaron con rapidez y en sus balbuceantes inicios comenzaron a denominarse jesuitas. En su libro La Mesa del Buscón (Tusquets, 1981) el gran periodista Xavier Domingo apuntaba con ironía que los pavos tenían todo el derecho a enfadarse.

Juanjo López y otro cocinero con los preparativos de la olla podrida.
Juanjo López y otro cocinero con los preparativos de la olla podrida.

¿Y las anguilas? ¿Acaso no eran una transgresión de bulto entre tal apoteosis cárnica? Tan solo una simple alusión a los privilegios de pesca sobre los cauces fluviales que desde la Alta Edad Media disfrutaron en régimen exclusivo los monasterios y señores feudales. Peces grasientos cuyos lomos se sirvieron una vez escalfados en la olla.

Antes de que el ágape diera comienzo aún nos permitimos un tercer desvarío. Para acompañar el jamón ibérico añada 2018 de Arturo Sánchez recurrimos a dos champanes, Laurent Perrier y Bollinger. Con el resto, los vinos de Abadía Retuerta seleccionados por el gran sumiller Agustí Peris. Y para empujar tantos alimentos sólidos, el pan candeal artesano de Joaquín Marcos, de Arapiles (Salamanca), un pequeño tesoro.

Con un ritmo fluido, los vuelcos se fueron disponiendo en la mesa que ocupaba la nave central de la iglesia románico-gótica desacralizada de la antigua abadía. Servicio al estilo de la época, con fuentes en el centro de las que los participantes nos íbamos apartando. Del salpicón de vaca cervantino al caldo de la olla con corruscos de pan y garbanzos. Siguieron los garbanzos pedrosillanos con repollo, nabos y calabaza y, enseguida, la alboronía de origen árabe con col, boniato y repollo. Con méritos sobrados, las mayores aclamaciones las acaparó el albondigón monacal de presa ibérica con tocino y trufa picada. De ahí a los pavos (jesuitas) con guarnición de castañas que precedieron a la anguila.

Albondigón monacal de presa ibérica con tocino y trufa picada, parte de la olla podrida servida en Abadía Retuerta.
Albondigón monacal de presa ibérica con tocino y trufa picada, parte de la olla podrida servida en Abadía Retuerta.josé carlos capel

Habían transcurrido casi dos horas y la degustación nos exigía un tiempo muerto. Tras 15 minutos en el claustro, continuamos con los tres vuelcos que aguardaban su turno: los tuétanos de caña a la vinagreta de apio, los pichones de tierra de Campos y el gran pastelón de caza. En el abismo de la gula aún tuvimos tiempo para las golosas torrijas conventuales de la joven pastelera Gema López. Y en un intervalo jocoso hasta aplaudimos a un falso monje, Alberto Fernández Bombín, que encaramado en el rellano del antiguo coro se prodigó en exabruptos contra la gula.

“¿A cuento de qué olla podrida?”, me preguntaron algunos de mis amigos. Lo intenté resumir antes de comenzar el ágape a la vez que recordaba el enigma que la rodea. Más allá de conjeturas, un hecho resulta incuestionable: la olla podrida desafió la gula de los poderosos y la imaginación de los desposeídos en la desconcertante sociedad española de los siglos XVI y XVII. Hasta tal punto que casi todas las plumas insignes del Siglo de Oro ―Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca y Quevedo, entre otros― la elevaron a categoría de mito.

Salpicón de lengua de vaca.
Salpicón de lengua de vaca.

Por insólito que resulte, con el devenir de los siglos, nuestras ollas podridas despertaron una admiración impensable entre los tratadistas culinarios franceses. En 1866, cuando ya la receta pasaba al olvido, el Dictionnaire de la cuisine française (1853) afirmaba: “Debemos a España no solo las ollas podridas convertidas en nuestro pot au feu…”. Tanta fue su influencia en el país vecino que la expresión olla podrida ―en francés pot-pourri (popurrí)―, símbolo y mezcolanza de cosas diversas, se utilizó para calificar las composiciones musicales de fragmentos dispares.

Incluso el legendario Auguste Escoffier incluyó una receta abreviada en su Le guide culinaire (1903), después de que Alexandre Dumas recogiera otra prolija en su Grand Dictionnaire de cuisine (1873).

La proyección del plato alcanzó también a otros países. Como referencia, la del profesor de lenguas británico John Minsheu, quien en 1599 publicó en Londres Pleasant and Delightful Dialogues in Spanish and English, Profitable to the Learner, and Not Unpleasant to Any Other Reader (Diálogos familiares muy útiles y provechosos para los que quieren aprender lengua castellana), manual en el que cita la olla podrida. Pista incontestable de mi amigo, el doctor Duyos.

¿En qué momento se cita por vez primera la olla podrida? Durante años tuve por pionera la referencia del franciscano Fray Antonio de Guevara, cronista de Carlos V, que alude al plato en su obra Epístolas familiares. Sin embargo, en Regalo de la vida humana, de Juan Vallés (1496-1563), manuscrito editado por el Gobierno Foral de Navarra, se documenta la primera receta conocida, que compite de forma seria, aunque imprecisa en las fechas, con la del franciscano. Da lo mismo. Primer tercio del siglo XVI y ya nos vale.

El ambiente de la comida en Abadía Retuerta (Valladolid).
El ambiente de la comida en Abadía Retuerta (Valladolid).

Pruebas documentales al margen, ¿a cuento de qué calificar de podrida una olla suculenta? Por mucho que nos incomode, nunca sabremos las razones de tal capricho semántico. Entre cataratas de suposiciones, encuentro que poseen la misma verosimilitud la teoría que esbozaba Sebastián de Covarrubias en el siglo XVII en su obra Tesoro de la lengua castellana o española ―”Púdose decir podrida en cuanto se cuece muy despacio y todo lo que tiene dentro viene a deshacerse”―, que la hipótesis del ya citado Xavier Domingo que atribuía el adjetivo a razones de poder: olla podrida, derivada de poderida, del que puede, del que tiene todo lo necesario para elaborarla.

Avanzada la tarde, justo antes de despedirnos, cuando las luces cada vez más tenues convertían los muros de la iglesia en un espacio mágico, le pregunté a Juanjo López por el aspecto más valioso de aquella olla histórica. “Sin duda el caldo, o mejor los caldos que hemos ido elaborando, espumando y filtrando durante dos días”, respondió convencido. “Una suerte de poción mágica, en la que se ha depositado el alma de todos los ingredientes”.

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Sobre la firma

José Carlos Capel
Economista. Crítico de EL PAÍS desde hace 34 años. Miembro de la Real Academia de Gastronomía y de varias cofradías gastronómicas españolas y europeas, incluida la de Gastrónomos Pobres. Fundador en 2003 del congreso de alta cocina Madrid Fusión. Tiene publicados 45 libros de literatura gastronómica. Cocina por afición, sobre todo los desayunos.

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