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El guardabosques autodidacta que estudia en Cantabria la crisis climática

El guarda forestal Jesús Cañas en el parque natural de Saja-Besaya.
El guarda forestal Jesús Cañas en el parque natural de Saja-Besaya.MARKEL REDONDO
Juan Navarro

Jesús Cañas registra las crecientes alteraciones en la fauna y la flora del parque natural de Saja-Besaya.

De niño, Jesús Cañas (Aldeavieja, Ávila, 59 años) no podía sospechar que un fenómeno tan vasto e impredecible como la lluvia podría cuantificarse. “Ah, que la lluvia se mide”, se asombró cuando Vitorino, el guarda rural de su pueblo, en el valle del Tiétar, instaló un pluviómetro. La devoción hacia esta tecnología que consideraba vanguardista se combinó con una infancia marcada por ser el menor de seis hermanos, hijo de un ama de casa y un jornalero, a quien ayudaba a vendimiar, a extraer resina, a trillar y arar y, ante todo, a ganarse el pan en simbiosis con su entorno. El tiempo vital y meteorológico ha transcurrido y ha convertido a ese inquieto rapaz que veía correr a los linces entre las viñas en un experto guarda forestal que domina la inmensa reserva de Saja-Besaya (Cantabria) como si se tratara del jardín de su casa. Su tiempo libre lo dedica a formarse para aprender a interpretar los ciclos naturales entre los que trabaja.

El interés hacia los fenómenos atmosféricos, sus causas, consecuencias y significados lo han convertido en un meteorólogo aficionado que, con sus minuciosas observaciones y sus notas en letra afilada, ha logrado interpretar cómo la fauna y flora reaccionan al cambio climático que en las últimas décadas ha extendido inexorablemente sus tentáculos. También gestiona una estación meteorológica que le instaló la Agencia Estatal de Meteorología para calcular temperaturas máximas, mínimas, precipitaciones y la humedad del aire en un patio de Valle de Cabuérniga. Todos estos informes los remite al organismo, que no lo remunera, pero valora su altruismo y su constancia. Cañas, que no comprende que alguien pueda sentir interés por su labor, se encoge de hombros y resume: “La meteorología es una pasión”.

Vista aérea del vehículo del guarda forestal cerca de Valle de Cabuérniga.
Vista aérea del vehículo del guarda forestal cerca de Valle de Cabuérniga.M. R.

Esta enciclopedia con todoterreno y botas viste totalmente de marrón camuflaje, con una gorra verde que tapa sus incipientes canas y pelo corto. Hasta sus ojos, verdes oscuro, parecen aglutinar la riquísima gama cromática de la que disfruta a diario. Las manos, ajadas y recias, sintetizan su experiencia. El guardabosques repasa sus andanzas frente a un café en su innegociable pausa a las once de la mañana para almorzar y leer la prensa. Lleva cuatro horas en pie y ha nadado dos kilómetros en las piscinas de Cabezón de la Sal. Han pasado 38 años desde que recaló en Cantabria tras estudiar en la Escuela de Capacitación Forestal de Villaviciosa de Odón (Madrid). Uno de los profesores le hizo interesarse por el norte peninsular y decantó la decisión a alguien a quien, curiosamente, no le gustan ni la lluvia ni la nieve: “El sol es media vida”. Allí encontró a la madre, enfermera, de sus dos hijos, que se han convertido en auxiliares agropecuarios y que intentan liar a su padre en rutas ciclistas por la montaña. Estas etapas entre pistas de tierra o carreteritas asfaltadas enclavadas entre amplísimas arboledas le ayudan a estar en forma ante imprevistos como incendios, y también para complementar sus apreciaciones sobre el desarrollo de los hayedos, constatar el deshielo de las nieves invernales o las variaciones en las migraciones de las aves. La conclusión, se teme Cañas, es uniforme: el cambio climático es una realidad y los seres vivos están tratando de adaptarse a un trastorno generado por la actividad humana.

Acompañar al guardabosques durante su jornada supone una lección constante. Las explicaciones sobre cómo ha ido formándose mediante lecturas en internet, con la NASA como valiosísima fuente de conocimientos, las intercala con comentarios sobre lo asombrosa que es la naturaleza por la que transita. “Los córvidos son la hostia”, afirma al detectar varios cuervos posados en unas estacas. Dice que se adaptan perfectamente al medio. Los observa, satisfecho, con los prismáticos, y regresa al relato sobre cómo ha evolucionado el clima desde que toma registros. Este pasado noviembre fue el más cálido nunca visto en Cantabria. Todo encaja: los inviernos cada vez son más cortos, más suaves, con menos nevadas, pero con fenómenos tan puntuales como brutales. El año clave para esta tendencia fue 1997, apunta. La década de los años dos mil, añade, ha acelerado el proceso: el pasado verano notificó la máxima más alta de la historia: 41,6 grados. La nieve cae con más virulencia que antaño, pero no hace tanto tiempo permanecía congelada durante semanas; ahora los caminos que surca el guardabosques pierden el manto blanco apenas unos días después de las nevadas.

Estas variaciones, traduce el guarda forestal, afectan a la fenología, una rama de la meteorología que relaciona la climatología con su repercusión en la fauna y flora. Cañas lo ilustra agachándose junto a un camino y mostrando un ejemplar incipiente de Helleborus foetidus, una planta que lleva un mes de anticipo en su crecimiento gracias al impropio calor. A su lado, unos hayucos, fruto de las hayas y manjar para los osos, a los que él llama “zapatones” mientras enseña fotos recientes de sus inmensas huellas en la nieve. Le enorgullece enormemente que los plantígrados se reintroduzcan en sus otrora dominios. Los vegetales, subraya el profesor improvisado, se amoldan mejor a estas alteraciones forzadas. Los animales sufren más, y cita las aves que ya no migran hacia humedales africanos tanto por la calidez europea como por la desecación de esas áreas del sur. “Las personas han dañado a la naturaleza”, se indigna el abulense, que tiene en los ganaderos un particular enemigo tanto por sus reses, de razas no autóctonas que esquilman el terreno y desplazan a la “educadísima” vaca tudanca local, como por el ansia por conseguir más prados. Por eso queman regularmente zonas y provocan extrañas irregularidades visuales en la reserva, con puntos donde el bosque y el matorral se interrumpen por culpa de la mano humana y el negro del suelo evidencia la acción de las llamas.

Jesús Cañas observando aves durante su jornada de trabajo.
Jesús Cañas observando aves durante su jornada de trabajo.M. R.

“Mucha gente pagaría por tener este trabajo”, defiende Cañas, quien solo ha conocido el confinamiento que provocan las borrascas. El guarda pasea tranquilamente entre caballos sueltos y dice como si tal cosa, tras observar una huella con una pezuña triangular y marcada junto a un charco, que “posiblemente nos esté viendo algún lobo”. Él, que vive rodeado del medio ambiente, echa de menos lo único que esta orografía no le ofrece: el horizonte. Cañas añora esa amplitud de su Ávila natal y su clima seco. Puestos a pedir, pediría perder la mirada en la eternidad de la meseta y que la gente que no cuida de la naturaleza se rinda. Suspira.

Una dosis de alegría mundana consiste en catar un bárbaro cocido montañés en una terraza de la cercana Barcenillas. Jesús Cañas confiesa que sus pinitos literarios también están ligados al cambio climático. Lleva 50 páginas escritas sobre un futuro sin cereales que provoca escasez de cerveza y una sedienta tercera guerra mundial. La caña que degusta como aviso: mejor cuidar del planeta antes de que sea demasiado tarde.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, en comunicación corporativa, buscándose la vida y pisando calle. Graduado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS.

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