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carta blanca
Columna
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A la vaca que ríe

Juan Arnau

Te busqué en las estrellas distantes, en los agujeros de gusano, en los laberintos de la filosofía, en el sueño dentro del sueño

Te recuerdo, vaca, la calle mojada, la sonrisa ancha. Fuiste mi primer encuentro con el infinito. No lo provocó la reminiscencia de un sabor, sino el vértigo de una imagen. La caja de quesitos ocupaba el centro del escaparate del ultramarinos. Mi abuela solía comprar allí. La tapa tenía dibujada la cabeza de una vaca. Lo extraño no era la carcajada de la vaca, lo extraño era el sarcasmo de su mirada. Que una vaca te mire y se ría es de por sí inquietante, sobre todo si uno está a punto de ingerir los productos de sus ubres, pero todavía no conocía al doctor Freud. Me quedé, lo recuerdas, petrificado. Tu cabeza era un umbral, una entrada a abismos que entonces desconocía.

Ahora que soy mayor puedo hablarte con franqueza. Lo que más me inquietó fueron tus pendientes. No me oponía a que los animales utilizarais bisutería, pero me resultaba siniestro lo que colgaba de tus orejas. Cada uno de tus pendientes reproducía a su vez una caja de quesitos, con el mismo dibujo en su tapa. En cada uno de ellos sonreía una vaca entre un par de pendientes, que a su vez dibujaban otras vacas risueñas.

Aquella impresión infantil, aquel primer encuentro, lo reviví en la Facultad. Los primeros físicos de partículas concebían el átomo como un sistema solar en miniatura. El núcleo era el sol y alrededor orbitaban los electrones, sus planetas. Imaginaba en cada uno de esos planetas seres diminutos que estudiaban la materia de su mundo microscópico, y esa impresión me retrotraía al ultramarinos donde te conocí. Luego me encontré con autores que fueron personajes de sus novelas, como Vyasa, el prolífico hindú, o el irlandés Flann O’Brien, en cuya novela un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre su clientela, entre la que está el estudiante, que a su vez escribe una novela en la que figura el tabernero y el estudiante. Esas narraciones me devolvían a ti, querida vaca risueña, y acabé encontrando en esa sensación de irrealidad un valor terapéutico. Me aliviaba ser parte del dibujo de otro, del teatro de otro, personaje de otro que nos cuenta o deletrea.

Quiero agradecerte aquella temprana iniciación. Desde entonces me has acompañado en mis estudios y mis viajes. Peregriné a la India y te vi de nuevo a orillas del Ganges, donde sois sagradas. Te busqué en las estrellas distantes, en los agujeros de gusano, en los laberintos de la filosofía, en el sueño dentro del sueño del Chuang Tzu, en las praderas del cielo, la noche del sentido y los mecanismos de las metáforas. Te llevé conmigo allí donde fui víctima del vértigo antropológico. Desde aquel primer encuentro ya no temo adentrarme en ruinas circulares o advertir que soy el sueño de otro. Como dijo Borges, bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto.

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