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Tribuna
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La estricta observancia

Algunas cosas esenciales de la vida son, qué le vamos a hacer, inasequibles a la razón instrumental

Jorge Freire

Hay un tipo de lucidez que resulta extemporánea. Avenirse a esperar a los Reyes Magos con el sobrino de siete años no es un rasgo de infantilismo; conmemorar el solsticio de invierno para dar en los morros a la abuela pudibunda, sí. Como afirma una entrada del diario de Stendhal, fechada en noviembre de 1804, a los corazones más vehementes se les escapa lo cómico y, también, lo ingenuo.

De los petardos a las molestas luces, pasando por los villancicos, las compunciones dispépticas, los niños y el consumismo, todo son motivos para aislarse en una torre de marfil durante los últimos días de diciembre. Y, sin embargo, ¿hay algo más cargante que el resabio machacón y la ironía constante de quienes recelan de las celebraciones navideñas? ¿Algo más fatigoso que las acostumbradas críticas al año nuevo y sus desafueros?

<IL>Sostiene Javier Gomá en Ingenuidad aprendida que “un exceso de lucidez corre el riesgo de ser paralizante, de mineralizar aquello que toca, de transformarlo en exánime estatua de sal”. Para los adultos, la buena ingenuidad sería consciente, crítica y, sobre todo, libremente elegida. Probablemente el término medio estribe en aquello que prescribía el Evangelio: ser inocentes como palomas y astutos como serpientes. Pero, puestos a elegir, coincido con Gomá en que mejor es pecar de ingenuidad, aunque esto resulte ridículo, que pasarse de listo y acabar tan inerte y macilento como la mujer de Lot.

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</IL>Es en el mercado, y no en el ágora, donde el sabio se distingue del farsante. No era por falsa humildad que Sócrates se paseaba por talleres y tenduchos, interesándose por las ruecas de los telares y los utensilios de los carniceros. Si hubiera dedicado su tiempo por entero a la especulación de ideas abstractas, con las posaderas cómodamente instaladas en los vellones de un cumulonimbo, según la jocosa descripción de Aristófanes en Las nubes, no habría sido un sabio sino, más bien, un completo idiota.

La lucidez extemporánea viene también desaconsejada por una cuestión de modales. Un conocido decidió enarbolar las estadísticas de divorcios en España a modo de risueña excusa para ausentarse de la boda de un amigo común. Inexcusable fue su grosería. Al fin y al cabo, la cortesía más elemental nos obliga a pasar por el ojo de aguja de ciertas convenciones. La más básica puede resumirse en que hay un tiempo para todo. Acudir al carnaval con traje de etiqueta es, en puridad, tan inapropiado como ir a la notaría disfrazado de arlequín. Pero el segundo caso, a diferencia del primero, no mueve a la risa.

Alguien habrá que oponga la siguiente réplica: y ser ingenuos, ¿para qué? La respuesta es prosaica: para nada. Algunas cosas esenciales de la vida son, qué le vamos a hacer, inasequibles a la razón instrumental. Quien busque beneficio alguno al ejercitarse en ciertas lides realizará “patéticos ejemplos de largas incubaciones que no producen polluelo alguno”, como dice la mordaz George Eliot en Middlemarch. ¿De qué sirve contemplar Las meninas, escuchar El clave bien temperado o disfrutar de cualquier otra obra de esas “artes sin utilidad” que, según Kant, tienen una “finalidad sin fin”? Pues de nada en absoluto.

La vida es juego, como rezaba un viejo programa de televisión, y resulta preceptiva la observancia de sus reglas para no desalentarse. Quien juega tiene adversarios, pero no enemigos, y libra combates, pero no guerras, e intuye que en ocasiones es mejor andar a humo de pajas, como diría Cervantes, que con la frente arrugada y el ceño eternamente fruncido. Pero, sobre todo, sabe que el respeto a las reglas de dicho juego debe ser incontrovertible. Huizinga distinguía en su Homo ludens entre el jugador tramposo y el aguafiestas: uno hace que juega y, por tanto, acata y sanciona el estatuto mágico del juego, mientras que el otro, al infringir las reglas, deshace el mismo juego. Señala el filósofo holandés que, en cuanto suena el silbato, puede advertirse que para el resto de niños el aguafiestas desempeña un rol terrible, similar al que en tiempos idos ejercían los herejes y los apóstatas.

Como ha defendido en no pocas ocasiones su editor Miguel Aguilar, hasta un ilustre pesimista como Rafael Sánchez Ferlosio era un secreto defensor de la ingenuidad adulta. En un artículo titulado Juegos y deportes, publicado en EL PAÍS hace ya casi tres décadas, el autor de Alfanhuí ensalzaba la figura del patinador arguyendo que éste ejercita su técnica con el único objetivo de “darle gusto al cuerpo”. ¿Hacen falta más motivos? ¡Ay de quien, movido por la competitividad o el afán de perfección, olvide que la esencia del deporte —y de tantas otras cosas— es dicho juego! No sólo de la atleta olímpica o el futbolista de élite podemos aprender algo; también de los chimpancés que se balancean en la rama.

En la Bhagavad-Gita, texto sagrado de mayor importancia en la tradición hindú, el dios Khrishna dice al príncipe Arjuna: “Lo correcto está en la acción, no en sus frutos”. Comer con los primitos o merendar con la abuela no ofrece, aguinaldos aparte, provecho alguno. Y bien está que así sea.

Jorge Freire es escritor.

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