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Un señor flaco, metódico y solitario al frente del museo más humilde del mundo

Enrique Niquín observa una vasija de su museo.
Enrique Niquín observa una vasija de su museo.OMAR LUCAS

Enrique Niquín, arqueólogo autodidacta de Perú, dedica su vida desde hace 30 años a preservar en su casa restos prehispánicos.

JUNTO A SU cama, Enrique Niquín mueve una caja de cartón con sumo cuidado. Dentro, conserva el fardo de una momia prehispánica que hace tiempo, en una pelea, rescató de unos traficantes de huacos (objetos hallados en las huacas o templos de los antiguos peruanos). Por falta de dinero, dice, aún no ha logrado proteger los restos en una urna de vidrio. “El sol y la humedad van a deshacer toditos los huesos”, se queja Niquín, mientras sacude el polvo de su camisa azul. A su alrededor hay más cajas y papeles viejos y herramientas de construcción y baldes con miles de pedazos y pedacitos de cerámica. El suyo parece el cuarto de un arqueólogo-acumulador-compulsivo. O el de un hombre solitario que dedica 14 horas por día, desde hace 30 años, a cuidar el lugar que la prensa llama “el museo más humilde del mundo”.

Solo por el significado de su apellido, Enrique Niquín tiene asegurado su mito de origen: Niquín viene de cie­quich, que, en la lengua de los antiguos mochicas, soberanos de la costa norte de Perú, significa “gran señor”. Aunque ese dato contrasta con su aspecto frágil, es admirable cómo este sexagenario flaco, de voz delgadita, que apenas supera el metro y medio de estatura, ha dedicado la mitad de su vida a estudiar con obsesión la historia de los colli: un pueblo guerrero que dominó el valle del río Chillón, uno de los ríos principales de las civilizaciones prehispánicas, y que hoy pertenece a Lima Norte, con sus cerros grises y barrios populares que no se promocionan en los paquetes turísticos.

Más de 20.000 personas han subido hasta la quebrada donde vive desde que abrió su Museo de los Colli oficialmente en 2003. Todavía van bandadas de colegiales, exploradores, profesores que lo invitan a dar charlas en la universidad y hasta reporteros de televisión para entrevistarlo. Quieren conocer al hombre que descubrió 22 vestigios arquitectónicos en estos cerros. Al investigador que, por su cuenta, ha publicado tres libros y diseñado folletos, ilustraciones y maquetas de zonas arqueológicas. Al peruano que en el año 2000, junto a historiadores y arqueólogos, logró que el Instituto Nacional de Cultura declarara patrimonio cultural de la nación al Cerro Zorro, “el centro religioso de los colli”. Al autodidacta que amplió el trabajo de María Rostworowski, reconocida historiadora de culturas prehispánicas y el imperio inca. A ese señor que levantó, ladrillo a ladrillo, un museo en su casa.

Cerámicas conservadas por Niquín en el Museo de los Colli.
Cerámicas conservadas por Niquín en el Museo de los Colli.OMAR LUCAS

Niquín padece una sordera que le da un aire distraído. Para no gritarle las preguntas, pide que se las escriban. “Colli se pronuncia coli y significa ‘piel muy oscura’, como la mía, ¿ves?”, explica frente a una mesa larga en el primer piso de su casa, donde, durante 25 minutos, exhibe sus tesoros, corroborados por el historiador José Raúl Ramírez: cerámicas, tejidos y restos de huesos, que son parte de las casi 2.000 piezas que ha coleccionado, muchas de las cuales encontró abandonadas en las huacas o en las zanjas que sus vecinos hacían al construir sus viviendas.

Todas las reliquias del museo están a la intemperie. Si apenas puede pagar el recibo de luz, difícilmente podría asumir los miles de dólares que cuesta una sala de temperatura controlada para conservar objetos valiosos, como en los museos modernos. Por eso Niquín pasa el día sacudiendo el polvo o moviendo sus piezas de un sitio a otro para que no las queme el sol o se pudran con la humedad de la niebla. Solo una cabeza de momia está protegida en una urna que él mismo construyó.

Niquín nació en Lima hace 68 años. Sus padres eran de Santiago de Chuco, la tierra del poeta César Vallejo. Y aunque es dibujante de profesión y estudió cine de animación, supo desde chico que su pasión era la arqueología, cuando en su colegio le dejaban de tarea explorar huacas cercanas. Por eso, cuando a mediados de los sesenta se mudó con su familia a estos cerros de Comas, hizo lo mismo.

Uno de sus mayores logros, cuenta, fue descubrir un ídolo de piedra con forma de falo junto a unas ruinas ceremoniales. Y también popularizar el 24 de agosto como el Colli Raymi, “fiesta de la gente muy oscura”: el día en que el ejército del inca Túpac Yupanqui enfrentó a 1.200 soldados colli que defendían su fortaleza. Para revivir esa gesta, Niquín actúa en colegios de su distrito con túnica y armas de guerrero ciequich. Por un día se convierte en el Gran Señor colli.

Con ese impulso, y la ayuda de la arqueóloga Consuelo González Madueño, Niquín organizó parte de las piezas de su colección, y en 2013 inauguró el Museo de los Colli. Buscó financiamiento, pero nada. Un día Niquín se quedó nuevamente solo, pero ya había ganado una pequeña fama.

Vista del exterior del Museo de los Colli.
Vista del exterior del Museo de los Colli.OMAR LUCAS

Para mantener su museo, hoy cobra por cada visita, por guiarte hacia las ruinas, por sus libros y réplicas de huacos. Las redes sociales también hicieron lo suyo. Voluntarios de universidades y ONG visitan el museo para hacer reparaciones, donan dinero o pintura para la fachada. Niquín despierta solidaridad con su trabajo, pero también la antipatía de las autoridades, aunque ya no lo llamen loco como antes.

A fuerza de cartas y protestas, una vez detuvo la construcción de un helipuerto sobre un cementerio prehispánico y reclamó cuando instalaron un desagüe al lado de una antigua muralla. Incluso presentó un proyecto de conservación al entonces candidato a la alcaldía de Comas, quien le prometió convertir las huacas en zonas protegidas. Pero nada pasó cuando llegó al sillón municipal.

“Como me ven solito, me aplastan nomás”, se lamenta Niquín. “Mis amigos me dicen: ‘No te mates por algo que a nadie le interesa’. Y ya es muy tarde para retroceder”.

Por eso, cada tarde, además del nuevo libro sobre los colli y del cuento ilustrado para niños que pronto publicará, Niquín camina hasta una cabina de Internet y teclea unas páginas de su libro de memorias, que luego imprime y guarda en una carpeta. No quiere que el recuerdo de todo lo que sabe, de todo lo que ha vivido, se pierda.

La mañana de agosto en que lo visité, antes de guiarme hasta el cerro donde yace una mesa de piedra sobre la que los colli sacrificaban llamas, escribí en mi libreta una última pregunta:

—¿Por qué vive solo?

Niquín se puso de pie y fue a sacar un álbum de fotos entre los papeles de su escritorio.

—La gente cree que no he tenido pareja, pero sí tuve, ¡mira! —dijo y señaló una foto suya de joven, abrazado a la cintura de una chica de pelo ensortijado—. Sino que a ella no le gustaba esto… Cuando uno dibuja o restaura un huaco te vuelves reflexivo, silencioso, estás concentrado en el trabajo. No sales, tienes que ser paciente, tranquilito… ¿Cómo iba a querer esta vida pues?

Pero Enrique Niquín, que nunca tuvo hijos, no se resigna a su soledad. Todavía busca “una compañera” a quien dejarle su casa y sus cerámicas y sus libros y sus momias, que es todo lo que tiene.

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