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Carta Blanca
Columna
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Un cuento para Montse

Siempre que le preguntan cuándo empezó a escribir, la autora se remonta a las historias que le contaba a su hermana para combatir el miedo.

QUERIDA MONTSE: Siempre que me preguntan cuándo empecé a escribir, recuerdo al profesor que en el colegio, para hacerme callar un rato, me dijo: “Ribas, eso que estás diciendo seguro que es muy interesante, ¿por qué no lo pones por escrito?”. Pero hace unos días, mientras te explicaba alguna bobada solo con el fin de hacerte reír, caí en la cuenta de que en realidad el comienzo está en las historias que te contaba a ti por la noche cuando éramos pequeñas.

Me acuerdo de nuestra habitación, mucho más pequeña de lo que es en realidad; las dos camas paralelas, la mía pegada a la pared de la ventana del tragaluz. Tú tenías la puerta a los pies.

Tú eras la dormilona, quizás porque después en la vida te ha tocado dormir poco. Yo era la insomne. Mi mala vista, descubierta algo tarde, había poblado el dormitorio que compartíamos de figuras amenazadoras. Incluso más tarde, cuando por fin me pusieron gafas, de noche la habitación siguió llena de presencias inquietantes, que parecían moverse, a las que veía incluso respirar.

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Ya sabíamos que a veces basta una historia para que se te quiten los miedos. ¿Te acuerdas de la noche en que viste la mano negra? Seguramente era la sombra de tu propia mano proyectada sobre la cabecera de la cama. Empezaste a gritar: “¡La mano negra! ¡La mano negra!”. Supongo que al tercer grito te secundé: “¡La mano negra! ¡La mano negra!”. Entonces vino mamá corriendo y nos dijo que no, que no era la mano negra, sino que Isabel, su amiga costurera, estaba buscando un dedal que se le había perdido. La historia nos tranquilizó y nos dormimos tan felices, sin preguntarnos qué hacía Isabel buscando un dedal debajo de tu cama de madrugada.

No sé cómo empezó lo de los cuentos. Puedo imaginarme que una noche, ya acostadas, te contaría algo que había leído y que te gustó. Supongo también que así pude contarlo hasta el final, cosa bastante difícil en nuestra familia, aunque, como siempre, te dormiste enseguida. La noche siguiente me pediste que te contase otra historia y quizás esta vez me la inventé, como seguramente me acabo de inventar esta.

Y así seguimos noche tras noche. Llegamos al punto en que pedías temas, protagonistas o motivos concretos: quiero una triste, una de aventuras, una con ositos. A veces no se me ocurría nada nuevo y trataba de colarte una historia que ya te había contado pero cambiando los personajes. Casi siempre me pillabas. “Esa es vieja, pero no eran gatos, eran perros”. Casi nunca llegabas despierta al final. Pero yo tenía que seguir para saber cómo acababa la historia. Hablaba y hablaba porque al día siguiente, camino del colegio, me preguntarías por el final. Además, mientras contaba, las sombras no se movían, se quedaban quietas, atentas, quizás también se dormían.

Así que, si me preguntan por qué empecé a escribir, ahora sé que era para quitarme el miedo y divertirte y hacerte reír. Lo primero me sale regular. Lo segundo, mejor. No puedo asegurar que sepa hacer bien muchas cosas, pero de algo estoy segura, de que siempre he sabido cómo lograr que te rías con alguna historia.

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