La condena de sentirse constantemente un fraude
La mitad de las personas que tienen reconocimiento sienten que no lo merecen. El síndrome del impostor afecta más a las mujeres y puede conducir a problemas de salud mental
Tengo miedo a que otros me evalúen. Siento que mis logros han sido el resultado del azar. Temo que las personas importantes descubran que no soy tan capaz como creen. Seguro que les parecerá una tontería lo que quiero decir. Esto lo hace cualquiera… Son infinitas las frases que reflejan el síndrome del impostor. Hasta Meryl Streep se ha reconocido en ellas. Este fenómeno fue descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Pauline R. Clance y Suzanne A. Imes. Lo definieron entonces como un sentimiento intenso de falsedad respecto a la imagen de competencia que es experimentada por personas con un nivel académico alto. Según las estadísticas, hasta un 50% de las personas que tienen reconocimiento conviven con estas sensaciones. En 2000, Joan Harvey y sus colaboradores lo asociaron además a determinados rasgos de la personalidad, como una elevada autoexigencia y autocrítica, un alto perfeccionismo y un bajo nivel de autocompasión.
Quienes se sienten así suelen creerse responsables de los errores y odiar los elogios. Cuando reciben halagos, perciben que sus logros son cuestión de suerte o fruto de que nadie se ha dado cuenta de sus carencias. Se consideran un fraude porque están haciendo un papel que no les corresponde. Tienen miedo al fracaso y niegan sus capacidades, a veces de manera inconsciente. Para compensar el miedo a la derrota, preparan todo en exceso o procrastinan haciendo un esfuerzo final enorme. Este fenómeno se da más en ambientes competitivos y ha sido estudiado, por ejemplo, en el campo de la salud por las doctoras Montserrat González Estecha y Ángeles Martínez Hernanz.
Es oportuno diferenciar entre una sensación ocasional y que la situación se convierta en algo constante, incluso invalidante. Un indicador para la alarma es que ningún logro resulta suficiente, lo que ocasiona una insatisfacción crónica, o que la alta exigencia traspasa el ámbito profesional y afecta al social o familiar. Si los niveles de estrés se elevan mucho, existe riesgo para la salud física.
Algunos estudios han encontrado que este síntoma afecta más a las mujeres, por lo que el término se ha popularizado como síndrome de la impostora. Los roles de género hacen que ellas padezcan más este problema cuando se sitúan en posiciones de liderazgo tradicionalmente vinculadas a los hombres. El origen de este cuadro y su mayor impacto entre las mujeres puede tener raíces históricas. Mujeres y poder, de la historiadora Mary Beard, muestra cómo, desde las civilizaciones antiguas, las mujeres fueron relegadas a un papel secundario que aún cuesta romper. El síndrome aparece en la adolescencia y se agudiza en determinados momentos de la vida adulta, como por ejemplo durante la maternidad, cuando se tiene que hacer un esfuerzo doble para demostrar la valía profesional.
En libros como El síndrome de la impostora: ¿Por qué las mujeres siguen sin creer en ellas mismas?, de Cadoche y Montarlot, o No lo haré bien, de Emma Vallespinós, se proponen algunas recomendaciones para luchar contra este síndrome. Lo primero sería identificarlo y detectar lo que lo desencadena. Luego, suavizar la autocrítica y analizar lo inexactas que son ciertas valoraciones, comparándolas con las opiniones de los demás. Así se consigue cuestionar el lenguaje, que es el depositario de nuestros prejuicios, como señala la autora Chimamanda Ngozi Adichie. También conviene cultivar el autoconocimiento y darse cuenta de las habilidades y fortalezas propias. Trabajar los falsos sentimientos de culpa y aumentar la compasión respecto a nuestros fallos sería otro objetivo. Resulta también útil reducir los hábitos compulsivos de trabajo, aceptar los elogios y saber disfrutar de lo que se hace. La concienciación sobre los sesgos de género desde lo individual y colectivo es también fundamental ya que ayuda a reconocer y superar los propios.
En el campo empresarial y organizacional, se puede combatir este síndrome con liderazgos participativos a través de personas con actitudes abiertas, creativas y transformacionales. Apostar por estilos de liderazgo saludable fomenta la confianza y la cooperación y combate los juicios y prejuicios competitivos, que desaniman a las personas más prudentes y sensibles a implicarse en los niveles de más responsabilidad. Otra alternativa sería fomentar la mentoría. Tomás Chamorro recoge en ¿Por qué tantos hombres incompetentes se convierten en líderes? que, en la selección de personal, los evaluadores suelen centrarse en cualidades como la confianza, el carisma y la seguridad en uno mismo y muy poco en la competencia o la humildad. Fijarse en estas últimas características reduciría los contextos coercitivos. Otra medida útil sería que las organizaciones implementaran políticas de igualdad de género, la promoción de la diversidad en la toma de decisiones, la conciliación y la igualdad en la remuneración, como señala la profesora Helena Legido.
Con vistas a las líderes futuras, sería interesante buscar modelos y mentoras referentes, que ayuden a que las mujeres se apoyen mutuamente, se arriesguen, si así lo quieren, pero puedan también aceptar que una tiene derecho a seguir siendo del montón sin sentirse por ello una impostora.
Patricia Fernández Martín es psicóloga clínica en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid.
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