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MIRADA EXTERIOR
Columna
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Retórica de la discrepancia

Los votantes saben que con insultos no se resuelve ni el paro ni el conflicto territorial

Olivia Muñoz-Rojas
Irene Montero, Aitor Esteban, Maria Jesús Montero, Cayetana Álvarez de Toledo, Inés Arrimadas y Gabriel Rufian, poco antes del debate electoral en TVE.
Irene Montero, Aitor Esteban, Maria Jesús Montero, Cayetana Álvarez de Toledo, Inés Arrimadas y Gabriel Rufian, poco antes del debate electoral en TVE.Javier Lizón (EFE)

Últimamente, se habla mucho de la estrategia retórica lanzada por la alt-right en Estados Unidos, propagada ahora en Europa, basada en insultar, afirmar mentiras o medias verdades e interrumpir al interlocutor, sea un periodista o un adversario político. Pero se habla mucho menos sobre cómo lidiar eficazmente con esta estrategia y, concretamente, cómo hacerlo en un debate electoral. Al tiempo que proliferan el coaching y los consejos en Internet para hablar en público, la mayoría de estas recomendaciones son fútiles para debatir con oradores que dinamitan las bases mismas del intercambio democrático de ideas.

¿Qué hacer cuando tu interlocutor te insulta, miente sobre ti o interrumpe tu discurso? ¿Quedarte callado? ¿Responder? ¿Continuar hablando como si nada? En el debate a seis en TVE el pasado martes, tuvimos oportunidad de ver las tres situaciones: ante las interrupciones y agresiones verbales de determinados aspirantes, los candidatos aludidos, a veces, se quedaban en silencio; otras, respondían airadamente, aparcando lo que estaban diciendo; y, aún otras, seguían hablando con la voz en off del, o los, adversarios. Es probable que los telespectadores no tengan una posición unánime sobre cuál de estas respuestas resulta más eficaz. Habrá quienes piensen que lo mejor es dejar que el adversario vacíe su munición verbal hasta que no tenga nada más que decir. Pero si eso implica perder minutos propios en el marcador del debate, permanecer callado tampoco es la solución dirán otros. Ignorar al adversario y continuar hablando parece una opción intermedia, pero puede generar una cacofonía en la que la audiencia termina perdiéndose. Responder al insulto con otro insulto implica entrar en el juego del adversario.

Decía Freud en una famosa cita que “el primer humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización”. Los insultos cohesionan al grupo, tanto del que emite el insulto como del que lo recibe. Esta es una de las premisas de la estrategia de la derecha alternativa (y cualquier forma de extremismo) que entiende la política, no como una pugna entre adversarios que compiten, buscando convencer a una mayoría de votantes; sino como una lucha de un bando amigo contra uno enemigo al que hay que vencer a ojos de todos. En esta tesitura, el debate electoral no es sólo una competición entre diferentes candidatos que aspiran a gobernar, sino un choque entre dos lógicas distintas. Más, frente a la lógica de la provocación, no se puede sino conservar la fría lógica democrática: “Discrepo de lo que dice(s). No acepto los insultos. Pero estamos aquí para debatir y, en cuanto acabe, me gustaría escuchar qué propone(s)”. Es probable que una respuesta de estas características no sirva para alterar la dinámica bronca de los actuales debates a la primera. Pero terminará imponiéndose, pues, en el fondo, los votantes saben que con insultos no se resuelve ni el paro ni el conflicto territorial.

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