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IDEAS
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Pepu Hernández, el paracaidista

El exentrenador aterriza como candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid

Luis Grañena

No tenía claro la ministra portavoz, Isabel Celaá, si José Vicente Hernández (Madrid, 1958) se llamaba Pepo o Pepu. Admitió la duda cuando le preguntaron sobre el candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid, entre otras razones porque la popularidad de Pepu Hernández se había desdibujado con los años y porque su reputación residía entre los aficionados al ba-lon-ces-to.

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La separación enfática de las sílabas es la aportación más conocida del exseleccionador al patrimonio de los aficionados que celebraron la medalla de oro en el campeonato del mundo de Japón (2006). Fue la cima del básquet español, el reconocimiento a una generación instalada en el olimpo —Gasol, Navarro, Garbajosa…— y el premio en “metálico” que el coach se colgó en el pecho. Todavía lo conserva. No solo por afecto y derechos adquiridos, sino porque los ladrones que entraron en su casa unos años después no repararon en la importancia del tesoro.

Pensarían que era una de esas medallas de natación escolar tan habituales en los hogares de clase media, aunque el desliz de los atracadores confirma la buena estrella de Pepu. Ganó mucho dinero con las quinielas. Tiene suerte jugando al golf. E inicia su carrera política desde la épica de la remontada, hasta el extremo de que el fichaje insólito o estrafalario de Pedro Sánchez no compite tanto por la primera plaza, como por evitar el escarmiento del último lugar. Podría objetarse que era más difícil aún conseguir el campeonato del mundo, pero los recursos de aquel equipo y el favor que nos hicieron los griegos eliminando a los americanos en semis predispusieron un hito cuyo reflejo aún destella en la memoria de Sánchez.

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Tenía el presidente en su antiguo despacho municipal la imagen de los medallistas. Y la sonrisa contenida de Pepu, no ya seleccionador nacional del dream team ibérico, sino figura carismática del instituto Ramiro de Maeztu y del Estudiantes. Era el hábitat académico y deportivo de Pedro Sánchez. El lugar donde se conocieron. El líquido amniótico de sus vocaciones.

Imposible sospechar entonces que el entrenador de minibásquet y de categorías inferiores del Estu —Pepu empezó su misión a los 15 años— alcanzaría El Dorado en 2006. Imposible sospechar entonces que el ala-pívot de estadísticas titubeantes ocuparía en 2018 el palacio de la Moncloa.

La distancia jerárquica se ha invertido. El alumno es ahora el maestro. Y el maestro es ahora el aspirante a una aventura paracaidista que precipita el aterrizaje en un campo de minas. Pepu no tiene ninguna experiencia política. Y ha sido elegido como remedio exótico a una silla caliente que habían rechazado Alfredo Pérez Rubalcaba, Cristina Narbona, Grande-Marlaska y hasta Vicente del Bosque, según algunas informaciones y otras habladurías.

Se explica la resistencia no solo en la maldición socialista del Ayuntamiento de Madrid —el último alcalde, Juan Barranco, entregó el bastón en 1989—, sino en la crueldad del escenario político que le aguarda a Pepu Hernández. Manuela Carmena acapara el entusiasmo de la izquierda, Begoña Villacís ha consolidado la alternativa de Ciudadanos, el Partido Popular es un dinosaurio inextinguible en Madrid, y Vox amenaza con desplazar al PSOE a la catástrofe. Puede comprenderse así que Hernández, periodista frustrado, domador de egos, haya hecho acopio e inventario del repertorio gremial. Nos habla de presión en todo el campo, de apurar la bocina, de meter un triple en el último segundo, de coger más rebotes.

Bien podría recurrir al discurso que ofició hace 13 años, cuando le concedieron —a él y a los gigantes— el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. “Baloncesto equivale a educación, solidaridad, trabajo en equipo, talante y tolerancia. Son valores que preparan a un jugador para el futuro”. Y a un precandidato también, pues resulta que Pepu tiene pendiente exponerse en primarias al criterio de la militancia y al desasosiego de sus adversarios profesionales. No les ha gustado la unción directa de Sánchez. Y se han relamido cuando trascendió que el hombre del presidente había desarrollado grandes cualidades de ingeniería fiscal para pagar menos impuestos, ordenar el patrimonio inmobiliario y gestionar derechos de imagen.

El oro japonés proporcionó a Pepu un valor idólatra. Escribió un manual de fertilidad y buena suerte (Entrenar el éxito), se multiplicó como conferenciante y maestro de coaching, pero no volvió a encontrar su sitio como entrenador. Ni cuando lo fichó el Joventut en 2010 ni cuando lo recuperó el Estudiantes la temporada siguiente. Había sido el club de su vida. Lo había dirigido una década (1994-2004). Y le había dedicado todo el tiempo que no le quitaban sus tres hijas, su afición a los habanos o sus tentaciones balompédicas con el Atlético de Madrid.

En cierto sentido, Sánchez lo ha rescatado. Le ha dado una motivación. No tiene Pepu carnet del PSOE, pero simpatiza con ideas socialdemócratas. Y se ha prestado a remediar la psicosis de la silla vacía. O del banquillo vacante. A cambio, la unción conlleva un sacrificio. Si Pedro Sánchez tanto admiraba o quería a Pepu podría haberle nombrado secretario de Estado para el Deporte o asesor de confianza. Convocarlo a la batalla de Madrid requiere la voluntad o el voluntariado de un mártir.

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