El oro, la fama y la controversia: una breve historia de la Torre Trump
Hace 25 años un millonario de 37 llamado Donald Trump inauguró el edificio con los apartamentos más caros, las tiendas más lujosas y los inquilinos más famosos, pero pronto se cumplió el dicho "a más oro, menos reposo"
1983 fue un gran año para los interesados en la arquitectura, la alta sociedad y la prensa económica. Y, directamente, el mejor momento de su vida para los apasionados de las tres cosas. En la prensa de todo el mundo anglosajón se hablaba más que nunca de mármol, atrios y hormigón, como si las páginas de diseño de interiores hubieran colonizado todas las secciones del periódico. Por aquel entonces un hombre llamado Donald Trump, celebridad en Estados Unidos por ser un treintañero multimillonario de formas chulescas pero un je ne sais quoi irresistible, vio un edificio que le gustó en una esquina que le gustaba. Y él no era como los demás: no se conformó con hacerle una foto. Se lo compró.
Según The New York Times, Donald Trump decidió que tenía que agrandar el salón del apartamento cuando fue a visitar al millonario saudí Adnan Khashoggi en la cercana Olympic Tower y descubrió que el salón del petrolero era más grande que el suyo
“La mejor propiedad del mundo está en la esquina de la Quinta Avenida con la 57”, se dijo un día a finales de los años setenta. Poco después adquirió el solar, donde había un edificio de doce plantas que pertenecía a la cadena de grandes almacenes Bonwit Teller, y construyó en él el mayor monumento al ego que ha visto Manhattan, una especie de réquiem a la discreción en dorado, hormigón y mármol diseñada por los arquitectos Der Scutt y la firma Swanke Hayden Connell. 68 plantas, 34 ascensores. Uno de ellos, para él solo.
La polémica comenzó desde su construcción, en 1980. Trump tenía entonces 34 años, pero una determinación a prueba de bombas que eliminaba cualquier preocupación por convertirse en el hombre más odiado de la ciudad. Las gárgolas y paneles que había en el antiguo edificio, aunque consideradas de gran valor artístico y requeridas por museos de la ciudad como el Metropolitan, fueron destrozadas sin piedad por orden de Trump, que consideró que guardarlas y transportarlas iba a añadir mucho presupuesto a la obra y además, según él, tampoco tenían tanto valor. También para ahorrar costes, Trump contrató –qué paradoja pensarlo hoy– a obreros polacos sin papeles para las labores de demolición.
Eso sí, mientras destrozaba obras de valor artístico y contrataba mano de obra ilegal, Trump también se inventaba la paridad en el lujo inmobiliario: muy sonado fue que contratase como jefa de obra a una mujer ingeniera, Barbara Res, cuando había apenas mujeres que desarrollasen ese trabajo. Ella era la segunda mujer más popular de los majestuosos andamios: la primera se llamaba Sarah y estaba pintada, a tamaño gigante, en una de las paredes que daban al interior de la obra. Trump había pedido a un artista para que pintase el mural gigantesco de una chica en bikini para que animase a los obreros. El Bikini de "Sarah" estaba pintado de tal modo que desaparecía con la lluvia.
La propia Barbara Res, en el documental Trump: An American Dream, relata que el edificio fue un ensueño de ingeniería y un hito del skyline de Manhattan (la estructura en zig zag de su fachada hacía que todos los apartamentos frontales tuviesen vistas privilegiadas tanto hacia el sur como al oeste, mientras que los situados a la derecha del edificio dominaban el verde de Central Park), pero los interiores de sus apartamentos eran de las calidades más baratas que Trump pudo encontrar. “Las cocinas eran una mierda. ¿Te imaginas encimeras de formica?”.
Eso no evitó que se vendiesen en cuestión de meses, con unos precios que comenzaban por un millón de dólares por el apartamento de dos dormitorios y llegaban a once millones de dólares por los más lujosos. Eran por aquel entonces, y según varios medios, los apartamentos más caros de todo el mundo.
También se hablaba de que los recién casados Carlos de Inglaterra y Diana de Gales se iban a ir a vivir a uno de sus apartamentos. Una publicidad estupenda que ayudó a que la Torre Trump fuese una mina de oro inmobiliario, según él mismo contó en el libro The Art of the Deal. Pero lo de los locales comerciales fue otra historia.
Los locales comerciales estaban situados en el vestíbulo. Todos estaban de acuerdo (incluso el crítico de arquitectura de The New York Times, al que Trump había llamado "idiota" a la cara pocos años antes) en que el vestíbulo de la torre era lo más llamativo y espectacular del edificio. Seis pisos de altura cuyo revestimiento alternaba el mármol italiano de colores rosa, naranja y melocotón y latón pulido. “Los materiales de este lugar están dispuestos de una manera que sugiere no solo la voluntad de gastar mucho dinero, sino el conocimiento para gastarlo inteligentemente”. Era el mejor lugar para alquilar locales comerciales a un precio astronómico: cualquiera que entrase a comprar vería su propio reflejo dorado mirase donde mirase. Entrar en la Trump Tower y sentirse cien mil dólares más rico era una reacción automática.
Allí abrieron enormes locales la joyería londinense Asprey & Company, la compañía de lujo española Loewe, la deportiva Abercrombie & Fitch, la joyería Harry Winston y varias galerías de arte. Tras la inauguración de aquel noviembre de 1983 se calculó que 100.000 personas visitaron el vestíbulo cada sábado antes de Navidad. Pero algunas de aquellas marcas se enfrentaban a un alquiler prohibitivo (unos 450 dólares por metro cuadrado) y al hecho de que un enorme porcentaje de los visitantes entraba al vestíbulo, se quedaban embobados ante la cascada que caía desde un sexto piso y se iban sin comprar. Loewe, por ejemplo, fue la primera marca en considerar que aquel no era su lugar y abandonar el edificio en 1985. El propio Trump habló de su marcha: “Al contrato le quedaban ocho años, pero no encajaron con nuestro público vendiendo pantalones de cuero a 2.500 dólares”.
Las celebridades tampoco fueron impermeables a la fascinación que despertaba aquel delirio de hormigón y cristal, en su momento el edificio de este tipo más alto de Manhattan. En los ochenta se compraron apartamentos en el rascacielos el presentador Jonnhy Carson –que se fue en 1987 tras una discusión con Donald Trump porque un carísimo abrigo de vicuña había desaparecido de su apartamento–, el showman Liberace y el cantante Paul Anka. Pia Zadora y su marido, el magnate Meshulam Riklis, alquilaron oficinas a finales de los ochenta, pero aquello acabó con gritos entre Zadora y Trump y una demanda por impago.
Michael Jackson pagó 110.000 dólares mensuales por el alquiler de un apartamento con vistas a Central Park en la planta 66 durante el tiempo de 1994 que pasó en Nueva York grabando HIStory. Steven Spielberg tenía un pequeño apartamento en la torre que compró para él la productora Universal. Paradójicamente, se lo cedió en alguna ocasión a Hillary Clinton para que lo usase (dice la leyenda que a Spielberg no le gustaba demasiado el lugar) cuando aspiraba a ser senadora en Nueva York.
Tres pisos por encima de Michael Jackson se mudó a vivir el propio Trump con su familia –hoy viven en la Casa Blanca, claro–, en un tríplex de 10.000 metros cuadrados originalmente diseñado por Angelo Donghia, que se había encargado de los interiores de parte del Metropolitan Opera House y había sido el diseñador de interiores de cabecera de Ralph Lauren, Grace Mirabella, Halston y Diana Ross. Según The New York Times, Donald Trump decidió que tenía que agrandar el salón del apartamento cuando fue a visitar al millonario saudí Adnan Khashoggi en la cercana Olympic Tower y descubrió que el salón del petrolero era más grande que el suyo.
El interior de su casa es todo lo que uno esperaba tras ver el vestíbulo del edificio. O puede que más. La entrada está compuesta por puertas dobles de bronce. Los suelos y las paredes son de mármol. La decoración de estilo Luis XIV incluye fuentes, apliques de oro de 24 quilates, antigüedades, columnas de mármol blanco con capiteles dorados, gigantescos ventanales con vistas a Central Park (con marcos dorados también, claro) y una reproducción de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina en el salón y un impresionante mural neoclásico en una de las escaleras de caracol.
Un ascensor privado conduce desde el apartamento al despacho de Trump, situado en el piso 26. Un despacho, comparado con el apartamento, extrañamente sobrio. Desde la ventana de ese despacho, en el que se instaló en 1983, Trump veía y admiraba todo el rato el Hotel Plaza, que estaba justo enfrente. "Qué edificio tan bonito", pensaba. No se van a creer lo que pasó después.
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