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Columna
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Independencias

Hoy por hoy somos una nación de terrazas y servilismo

David Trueba
Manifestación de los trabajadores de la planta de Navantia de San Fernando (Cádiz).
Manifestación de los trabajadores de la planta de Navantia de San Fernando (Cádiz).ROMÁN RÍOS / EFE

Manoseamos sin descanso la palabra independencia. Sirve incluso como reclamo comercial. Nos hemos acostumbrado a esa media mentira que habla de música indie.Los grandes estudios norteamericanos inventaron líneas de negocio que se autodenominaban cine independiente, y eso les ha servido en las últimas tres décadas para frenar de modo radical la llegada de producto extranjero a sus pantallas. Les irritaba que autores de prestigio mundial como Bergman, Fellini, Kurosawa o Truffaut no fueran peones de sus empresas locales. Es innegable que la pretensión de independencia guía la política actual en todos sus fenómenos desde los nacionalismos hasta los populismos excluyentes. Por eso resulta sorprendente que nadie haya relacionado la crisis de la venta de bombas a Arabia Saudí con el concepto de independencia.

Todos conocemos la trama del asunto. España quiso cancelar la venta de bombas teledirigidas a Arabia Saudí para cumplir con las recomendaciones internacionales que pretenden proteger a los civiles en la batalla en Yemen. Como los niños muertos de Yemen no forman parte del imaginario colectivo español porque los medios de comunicación locales están ocupadísimos en trifulcas más cercanas, en el momento en que Arabia Saudí amenazó con cancelar otros encargos comerciales, los trabajadores de Navantia vieron peligrar sus empleos. La presión sindical, la cercanía de las elecciones andaluzas y las apreturas económicas obligaron a negociar desde Exteriores la rectificación. Lograda la recomposición de las ventas, las explicaciones provocaron el bochorno generalizado. Se llegó incluso a propiciar la intolerable dicotomía entre el hambre de nuestro pueblo y la paz ajena. Como si la resolución de esa ecuación estuviera en nuestras manos. Todas las violencias se justifican; es el diagnóstico de la cochambre intelectual del ser humano.

Pero conviene recordar que lo que se ha demostrado impracticable es la independencia. Nadie puede presumir de ella tal y como el mundo funciona. Y menos que nadie, naciones que viven sometidas por una deuda financiera enorme, una dependencia energética absoluta, una vigilancia militar externalizada, un sustento fundamental de la gran empresa farmacéutica y una abrumadora tasa de desempleo. No hace falta ni tan siquiera reparar en que la gran industria española consiste en el turismo, que es, de entre todos los modos de vida, el más dependiente de los demás, el más supeditado a servir al otro, invitarlo, agasajarlo, satisfacerlo y confiar en su regreso. Por tanto, aquellos que se plantearon el desafío pecaron, como sucede siempre, de ingenuos a la par que atrevidos.

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La ensoñación de independencia desprecia los márgenes de tu autonomía. Solo tras conocer tus limitaciones puedes empezar a acotar hasta dónde tolerarás la sumisión, el acuerdo, la negociación sin perjudicar ese noble afán de libertad. A eso se le llama realismo, y una de las mejores cosas que nos enseñó la gran novela realista fue a entender que en la necesidad no existe otra prioridad que la subsistencia. El Gobierno anterior decidió usar el propio Ministerio de Defensa para mercadear con armas; por eso, si alguien pretende sacar a España de ese lodazal tiene que concebir un plan de largo alcance, discreto, audaz y fortalecido en la propia autonomía del país. Hoy por hoy somos una nación de terrazas y servilismo. La independencia es una estrella a la que no alcanzan a llegar nuestras precarias naves espaciales. Es duro reconocerlo, pero estúpido negarlo.

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