Los olvidados de la ciencia
Hay científicos que han seguido los mismos pasos, alcanzado las mismas teorías, no sólo en la misma época sino también en la misma cultura
No hay casualidades, sino destinos, dejaría escrito Ernesto Sabato en una de sus novelas. Si tomamos al pie de la letra tal sentencia y con ella identificamos la realidad de la vida con la realidad de la literatura, nos encontraremos con científicos cuyos destinos han coincidido. Siguiendo los mismos pasos han alcanzado las mismas teorías, no sólo en la misma época sino también en la misma cultura.
No hay casualidades, sino destinos, dejaría escrito Ernesto Sabato en una de sus novelas
Sin ir más lejos, cuando Galileo, desde Florencia, ajustó su ojo al telescopio y descubrió cuatro objetos luminosos girando alrededor de Júpiter, otro astrónomo de nombre Simon Mayr cuyo apodo era Marius, los estaba viendo de igual manera desde Alemania aunque sus resultados científicos los hiciera públicos, cuatro años después, en un tratado de investigación que saldría a la luz bajo el título Mundus Iovialis.
La reacción de Galileo ante dicha obra fue de denuncia, acusando a Marius de plagio en su libro Il Saggiatore. Sin embargo, Marius no sólo había investigado de manera independiente los mismos cielos que Galileo, sino que fue más ajustado que Galileo en lo que se refiere a la inclinación del plano de trayectoria de los satélites de Júpiter, argumentando de una manera precisa las diferencias de latitud. Además, Marius constató que la luminosidad de dichos satélites era variable según los periodos.
Alfred Russell Wallace es el gran olvidado de la teoría de la evolución
La polémica que mantuvieron ambos científicos se solucionaría años después, bautizando a las cuatro lunas de Júpiter como lunas de Galileo cuyos nombres se corresponderían con los nombres propuestos por Marius, es decir: Europa, Io, Calixto y Ganímedes. De esta manera, con decisión salomónica, la ciencia rinde tributo al hombre que pasa desapercibido cada vez que se nombra la teoría heliocéntrica.
Otra teoría que fue concebida por partida doble y también de manera independiente, fue la teoría de la evolución. En este caso, el destino de Darwin viene unido al del naturalista inglés Alfred Russell Wallace, que es el gran olvidado de la teoría de la evolución. Para que no caiga en el olvido, aquí van unas breves notas que arrancan cuando Wallace llegó a Manaos, con 25 años.
Decidido a descubrir lugares poco explorados, se sirvió de una canoa para navegar el Amazonas hasta el cauce del Río Negro donde se sorprendió ante las diferencias entre especies vecinas de mariposas; un asombro que le llevaría a considerar que algunas especies se habían desarrollado de manera distinta. Tal y como nos dejó escrito, intuyó que existía “alguna frontera que determinase el ámbito de cada especie, alguna peculiaridad externa que marcase la línea que cada una de ellas no puede cruzar”. Al igual que Darwin, el naturalista Alfred Wallace regresaría de los trópicos convencido de que las especies relacionadas divergen a partir de un linaje común. Pero la coincidencia más azarosa vendría con otra lectura, la del clérigo inglés Thomas Robert Malthus que, con un estilo pesimista, señaló en su obra Ensayo sobre el principio de la población (1798) que la población se multiplicaba más rápidamente que la comida.
El destino se disfraza de casualidad para concebir la vida como una fábula
A partir de la citada lectura, Darwin se da cuenta de que tiene una teoría con la que trabajar pues si era cierto lo que aseguraba de Malthus, de que la población aumentaba en progresión geométrica mientras que la comida aumentaba en progresión aritmética, entonces la naturaleza actúa como una fuerza selectiva, matando a los débiles y creando especies nuevas a partir de los supervivientes que mejor consigan adaptarse a su medio. Años después de que Darwin empezase a trabajar en su casa con el chispazo malthussiano, a muchas millas de distancia, en las islas Molucas, Alfred Wallace cae enfermo y en su noche febril, entre delirios y sudores fríos, le viene a la mente el libro que leyó hace tiempo y que revelaba la teoría que en aquellos momentos experimentaba en su propio cuerpo y que decía que los más fuertes escapan de las enfermedades y que sólo los más adaptados logran sobrevivir. Con dicha revelación, Alfred Wallace convierte dudas en certezas.
De esta manera, sin estar sujeto a cálculo alguno, el objeto de la teoría de la evolución fue concebido dos veces de manera independiente por dos naturalistas que vivieron la misma época. Lo que nos lleva a suponer que, en ciertos casos, el destino se disfraza de casualidad para concebir la vida como una fábula.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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