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Palos de ciego
Columna
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Cataluña y el amigo americano

Javier Cercas

Alguien próximo advirtió al escritor: “Lo mejor que un novelista tiene que decir lo dice con sus novelas, no con sus opiniones políticas”. Y tenía razón.

Un viejo amigo americano me reprocha que escribo demasiado de política, sobre todo de política catalana. “Lo mejor que un novelista tiene que decir lo dice con sus novelas, no con sus opiniones”, dice mi amigo. “Pero, en cuanto un novelista empieza a opinar de política, y más en situaciones como la de Cataluña, y mucho más en tu caso, la gente deja de juzgarlo por sus novelas y pasa a juzgarlo por sus opiniones. El resultado es malo para la gente y para el novelista, pero sobre todo para las novelas. Nada más nefasto que un escritor metido a activista político, que es en lo que te convertiste el otoño pasado, a juzgar por lo que vi en la prensa internacional. Dime, ¿te ha servido para algo que no sea perder el tiempo, perder amigos y ganar enemigos? No me obligues a partirme de risa diciéndome que creíste que con esas entrevistas, artículos y polémicas absurdas ibas a contribuir a paliar lo más mínimo la incompetencia del Gobierno español, que no entendió que no se puede parar un intento de golpe de Estado del siglo XXI con instrumentos del siglo XX o del XIX. Y ni tú mismo te crees que tus argumentos hayan alterado en nada las ideas de nadie. Lo de Cataluña es ahora mismo una cuestión de fe, no de razones. ¿Cómo dice esa frase de Proust que tanto te gusta citar? ‘Algo que no ha entrado racionalmente en una cabeza no puede salir de ella de forma racional’, ¿no? Pues aplícate el cuento”.

“Lo que no me explico es que no lo vieras antes”, continúa mi amigo. “Quiero decir: ¿cómo es posible que tú, un extremeño de Gerona, no te dieras cuenta de que se estaba preparando un cóctel de victimismo histórico, egoísmo económico y narcisismo supremacista aliñado con chorritos de xenofobia, un brebaje letal sobre el que habías leído mil veces en los libros de historia?”. “Porque, suponiendo que exista ahora, ese cóctel no existía al principio”, contesto. “O porque no era tan letal. También porque no es lo mismo leer la historia que vivirla, y porque una cosa es un bebedor y otra un alcohólico. O quizá porque no supe verlo, o porque me daba miedo o vergüenza verlo”. En este punto le cuento una anécdota. Ocurrió en otoño de 2000. Aquel año el alcalde de Gerona me propuso dar el pregón de las fiestas y, cuando anunció su decisión, un concejal independentista declaró a la prensa que yo no era la persona adecuada para realizar ese encargo, y todo el mundo interpretó que lo decía porque yo escribía en castellano, o porque no era lo bastante catalán, o algo así; por fortuna, la intervención de varios amigos, algunos de ellos independentistas, obligó a rectificar al concejal. Por entonces me compré un coche, que resultó ser el primero de la provincia matriculado con la “E” de España, por lo que me pidieron que me fotografiara junto a él, honor que decliné; por entonces arreciaba una campaña independentista que proponía tapar, en las matrículas, la “E” de España por pegatinas con la “CAT” de Cataluña, y no tardó en aparecer en un periódico local una foto de mi coche bajo un titular: “Con E de estúpidos”. Días más tarde me llamó a casa mi amigo Roberto Bolaño, el escritor chileno. Yo estaba de viaje y habló con mi esposa. Comentaron la polémica sobre el pregón y mi mujer le contó la anécdota del coche y de mi foto frustrada junto al coche. La reacción de Bolaño la sorprendió. “Mercè”, le dijo, “vete ahora mismo a comprar una pegatina de la ‘CAT’ y me la pones en el coche”. Perpleja, un poco inquieta, mi mujer intentó quitar hierro a la historia, intentó tranquilizar a Bolaño; no lo consiguió: mi amigo insistió una y otra vez, con preocupación, casi con angustia, en que hiciera lo que le decía. Por supuesto, no pusimos ninguna pegatina, y nos olvidamos de los temores de Bolaño. “¿Lo ves?”, dice mi amigo americano. “Bolaño sólo llevaba un par de décadas viviendo en Cataluña, pero se dio cuenta de que es muy difícil unir una sociedad, pero muy fácil dividirla, y de que lo que ha pasado ahora ya estaba en germen entonces”. “Bolaño era más listo que yo”, le digo. “No lo dudes”, me contesta.

“Bolaño sólo llevaba un par de décadas viviendo en Cataluña, pero se dio cuenta de que es muy difícil unir una sociedad, pero muy fácil dividirla, y de que lo que ha pasado ahora ya estaba en germen entonces”

Al despedirse, mi amigo me pide que no vuelva a escribir sobre Cataluña. “Te lo prometo”, le digo.

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