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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Semana Santa: la procesión va por fuera

No hace falta “creer” para sentir la sugestión de un rito que incomoda a la progresía

Nazarenos de la Hermandad de la las Penas de Santiago durante su estación de penitencia en el interior de la Mezquita de Córdoba.
Nazarenos de la Hermandad de la las Penas de Santiago durante su estación de penitencia en el interior de la Mezquita de Córdoba.SALAS (EFE)

Puede que Dios haya sido la mayor creación del hombre. La más ambiciosa. Y la más peligrosa también, en su interpretación arbitraria. Tan humano es Dios que los humanos lo hemos construido en una perfecta asimetría a nosotros mismos: infinito, inmortal, omnipotente, omnisciente

La peculiaridad del cristianismo consiste en la representación y le biografía de Dios hecho hombre. Historia y trascendencia, mediador del cielo y de la tierra en la identificación con la angustia, la incertidumbre y el sufrimiento.

La pasión de Cristo no es tanto la vía mística del tormento, el éxtasis de la sangre, como la identificación extrema con el dolor de los hombres. Y la resurrección es la esperanza y la redención. Cristo es la “prueba” de la vida eterna. El desafío a los incrédulos, los agnósticos y los ateos.

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Pertenece uno cualquiera de las tres categorías. O a las tres. No ya por la sobreabundancia de argumentos contra la ficción de la metafísica —Stephen Hawking ofreció los más recientes— o por las teorías excluyentes de la inmortalidad -nirvana, paraíso, reencarnación, transhumanismo...- sino por el terror que provoca explícitamente la resurrección de la carne. Y más todavía por la recompensa del cielo fatuo que por el castigo del infierno.

Ya decía Cioran, Dios lo guarde, que lo peor del cristianismo no sería la apuesta celestial —Pascal apostaba todo a rojo— sino la verificación de las expectativas, aunque todas las precauciones que puedan oponerse a la arrogancia de la vida eterna —Ariosto clama contra ellas en un memorable poema— no contradicen que pueda celebrarse con pasión y hasta devoción la Semana Santa. Y no me refiero a los feligreses que creen, sino a los que no creemos. Y abominamos del recelo progre a la religión —el hombre es religioso, animalmente religioso, decía Santayana— cuando se confunde con anticlericalismo o cuando se pretende renegar de su dimensión cultural, mistérica, patrimonial.

Me gustan las procesiones. Me impresionaron de niño. Y las observo ahora desde una elaborada acepción teatral. No puede llegarse a la fe desde la razón, pero la sugestión dramática, la dramaturgia de las cadenas y las antorchas, los tambores patibularios, el sonido herido de las trompetas y cornetas, recrean un sobrecogimiento que predispone a la elevación sensorial, acaso confundiéndola con el hálito de la divinidad.

La Semana Santa no representa un anacronismo ni implica una victoria temporal de las sotanas. Constituye un rito cultural, incluso matiza la diferencia que los romanos hacían entre religio y superstitio, siendo la primera el hábito institucional, integrador, lúdico-espiritual de las fiestas religiosas —como cualquier otra festividad—, y significando la segunda la relación privada del ciudadano con el problema o certeza metafísicos.

Contaba Oliver Sacks que sus padres eran muy practicantes, pero muy poco creyentes. Nos sucede algo parecido a los cristianos que no creemos y sí observamos con fervor el “escándalo” de un paso de Semana Santa basculando como un antiguo galeón en la marea de los hombres que aspiran a ser inmortales.

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