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MIRADOR
Columna
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El retrato de España de los fotógrafos de AFAL

Su relato discurría ajeno a los grandes fastos políticos o deportivos que aparecían en el No-Do

Julio Llamazares
El fotógrafo Gabriel Cualladó observa un retrato de Manolo Millares realizado por su amigo y compañero de generación Juan Dolcet.
El fotógrafo Gabriel Cualladó observa un retrato de Manolo Millares realizado por su amigo y compañero de generación Juan Dolcet.ALBERTO ESTÉVEZ (EFE)

Coinciden en el tiempo una exposición de fotografías de Gabriel Cualladó, el gran fotógrafo valenciano ya desaparecido, en el antiguo depósito de agua reconvertido en sala de exposiciones del Canal de Isabel II de Madrid, y la publicación en Almería de un libro homenaje a Carlos Pérez Siquier, que a sus 88 años continúa activo fotografiando la luz de Almería, esa que dicen inventó él. Entre los dos fotógrafos hay una gran diferencia estilística, pero a los dos los unió una larga amistad (ambos formaron parte del grupo AFAL, creado en los años cincuenta para divulgar la obra de una serie de jóvenes fotógrafos españoles: Oriol Maspons, Paco Gómez, Masats, Schommer, Català Roca, Ontañón, Miserachs, Leopoldo Pamés, etcétera, que se rebelaban contra el academicismo oficial) y una mirada sobre la vida propia y ajena de la que quizá ni ellos mismos eran conscientes pero que salta a la vista mirando sus fotografías, partículas en las que el tiempo quedó parado para siempre. Para la fotografía la vida no es una narración sino una sucesión sincopada de luces que rompen la oscuridad de la eternidad para poseerla. Vicente Aleixandre definió la vida en un poema como un relámpago en medio de la oscuridad: “Sabemos adónde vamos y de dónde venimos. Entre dos oscuridades, un relámpago. Y allí, en la súbita iluminación, un gesto, un único gesto, una mueca más bien, iluminada por una luz de estertor…”.

Ese relámpago de la vida, que la técnica ha logrado detener va ya para los dos siglos, el tiempo que hace que se inventó la fotografía, es el que se repite en cada una de las imágenes que Cualladó y Pérez Siquier nos dejan tras una intensa vida de trabajo, como sucede con cualquier fotógrafo. Pero en su caso la falta de grandilocuencia, de sucesos históricos de interés, de anécdotas relevantes en sus fotografías, hace que éstas sean más vida que la de otros, si es que la vida se puede categorizar. Me refiero a que lo intrascendente, lo insustancial, lo anodino es precisamente lo más valioso de la vida en tanto en cuanto es lo que más la nutre pese a que, a la hora de recordar, recordemos más lo distorsionante. Por eso, todos aquellos fotógrafos de AFAL a los que la fotografía oficial miraba por encima del hombro porque fotografiaban la realidad sin glamour son los que nos han dejado el retrato de la vida de un país como España que discurría ajeno a los grandes fastos políticos o deportivos, a los acontecimientos sociales que aparecían en el No-Do y en la televisión cuando se popularizó. La vida eran esos pequeños rayos de luz dispersos, no el relato seguido de la historia.

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