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Columna
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FIL

Se disfruta cada página del último libro de Francisco Javier Irazoki sin necesidad de compartir el criterio que la motiva

Fernando Savater
Francisco Javier Irazoki en 1996.
Francisco Javier Irazoki en 1996.Jacqueline Salmon

El mucho parloteo y los aires acondicionados me habían dejado totalmente afónico. Boqueaba chirridos inaudibles ante los mil jóvenes que llenaban la sala en la FIL de Guadalajara y ya estaba a punto de darme por vencido. Entonces, como un vendaval dionisiaco, entraron los mariachis. Venían a cantarme las Mañanitas y luego Si nos dejan, uno de los más bellos poemas de José Alfredo Jiménez. Como un regalo de cumpleaños diferido, era en el fondo esa cosa inmensa y generosa que sabe ser México cuando no es terrible. Ni en tres vidas más podría pagarle cuanto le debo. Y también a esta feria desbordante de los libros, que constituye en tierras tapatías “un espacio pacífico de insurrección contra los tópicos”.

Así mismo, con estos términos, define Francisco Javier Irazoki la biblioteca en su último libro, Ciento noventa espejos (ed. Hiperión), que me acompaña en esta FIL. Son ciento noventa textos, acabados y bruñidos con precisa orfebrería verbal, cada uno de ciento noventa palabras exactas. Exactas por bien contadas y por bien elegidas. Los temas son tan múltiples como la inquietud de la vida: ciudades, poetas, música, desgarros íntimos, artistas que pasan de puntillas, gastronomía, las llagas del terrorismo, la serena firmeza de quien se enfrentó a él. El tono suele ser de encomio, hasta de entusiasmo, pero cuando éste falta “nunca practica el fracaso llamado insulto”. Se disfruta cada página de este libro inclasificable sin necesidad de compartir el criterio que la motiva, porque siempre es sabrosa. A veces el dardo que lanza sólo me roza, otras acierta en mi corazón: “En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía”. Y tanto que sí, recuerdo, mientras encajan la voz de los mariachis con la lección plural de tantos libros.

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