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8187 GVW, el verde de la esperanza

Un autobús recién jubilado de la flota del transporte público urbano de Badajoz, reconvertido en Unidad Móvil para recorrer por las noches las calles de Freetown, refugio de niños huérfanos y de menores en situación de prostitución

David, hijo de un exmilitar europeo y de una prostituta, frente al autobús de Tubasa, Atabal, la Aexcid y Don Bosco. Llevaba viviendo en la calle cuatro meses y actualmente se ha acogido a un programa de reubicación familiar de Misiones Salesianas.
David, hijo de un exmilitar europeo y de una prostituta, frente al autobús de Tubasa, Atabal, la Aexcid y Don Bosco. Llevaba viviendo en la calle cuatro meses y actualmente se ha acogido a un programa de reubicación familiar de Misiones Salesianas.Oto Marabel
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El autobús, verde chillón, acaba de aparcar en una céntrica zona de Freetown, donde se cruzan Wallace Johnson Street y Glouster Street, al lado del Ayuntamiento de la capital sierraleonesa y de una escueta zona de comerciantes ambulantes que ya recogen los bártulos y se preparan para poner fin a su jornada. Las campanas de la iglesia de Saint George, justo enfrente, acaban de dar las seis de la tarde y Mohamed Pateh, el conductor del vehículo, empieza a descargarlo junto a una decena de trabajadores sociales locales. Su mercancía: juegos de mesa, bancos de madera, arroz con casava, medicinas y las herramientas necesarias para montar una carpa.

El color del bus resulta muy llamativo en las calles de Freetown. Los edificios, en perenne estado de semiabandono y ruina, se han impregnado del tono rojizo de la tierra africana y el tiempo y la salitre del mar parecen haber robado a los coches todos sus tonos. Por eso algunos lugareños giran la cabeza con curiosidad cuando lo ven pasar.

El vehículo lleva apenas unas semanas en Freetown, aunque ha tenido que sortear casi 5.000 kilómetros para llegar hasta allí. Pertenecía a la flota de autobuses urbanos de Badajoz y realizaba labores de refuerzo durante la Feria de San Juan, que cada junio congrega a numerosos jóvenes en la capital pacense.

Julián Pocostales, gerente de Tubasa, del Grupo Ruiz, concesionaria del transporte público de la ciudad extremeña, cuenta que recibió el año pasado una llamada de Peligros Folgado, presidenta de la Fundación Atabal, una ONG de cooperación al desarrollo que trabaja preferentemente en Sierra Leona en colaboración con Don Bosco Fambul, la sede de Misiones Salesianas en Freetown. "Me dijo que a su equipo se le había ocurrido un proyecto y que, para llevarlo a cabo, necesitaban un autobús", recuerda Pocostales.

Sierra Leona contaba con 310.000 niños huérfanos a finales del 2014. Es decir, el 4,7% de la población

Atabal llevaba tiempo manejando datos similares a los que aparecieron en el último Informe Estado Mundial de la Infancia de Unicef: el país africano contaba con 310.000 niños huérfanos a finales del 2014. Es decir, el 4,7% de la población. Y, muchos de ellos, no tenían ni hogar. Una situación que se ha agravado, además, con las recientes lluvias torrenciales y las posteriores avalanchas de tierra y lodo, que han dejado un saldo de más de 300 muertos y cerca de 3.000 hogares destruidos.

La Agencia Extremeña de Cooperación Internacional al Desarrollo (Aexcid) financió el proyecto, con un coste total de más de 100.000 euros y Ángel Calle, presidente de este organismo, Julián Pocostales y Peligros Folgado se las apañaron para embarcar el autobús en el puerto de Lisboa, desde donde partió el pasado mes de marzo rumbo a Freetown. Llegó algo menos de tres semanas después. En África esperaban Mohamed Pateh y el argentino Jorge Crisafulli, director de Misiones Salesianas.

El bus conservaba el color, la mayoría de sus asientos y la matrícula: 8187 GVW. Ahora, más de dos meses después y de una pequeña remodelación, luce también una pequeña consulta médica móvil, muchos ventiladores, un armario de madera rectangular fijado a los bordes de las ventanas y una pizarra escolar con la que impartir clases a pie de calle. Y recorre los barrios más deprimidos de Freetown cuatro veces a la semana.

Huérfanos o repudiados

Ha pasado una hora desde que Pateh aparcara el autobús. La carpa ya está montada y los pequeños que habitan las calles aledañas empiezan a aparecer. Llegan en grupos, se sientan en los alrededores a esperar y, los más lanzados, se acercan a curiosear y charlar. Algunos evidencian síntomas de haber consumido alcohol, marihuana o Tramadol, un calmante legal que consiguen en las farmacias. Muchos intentan entrar en las clics, bandas callejeras, pero estas fuerzan a los más pequeños, más ágiles y con mayor capacidad de pasar desapercibidos, a cometer robos en viviendas particulares y locales comerciales. El narcótico anestesia los golpes cuando los pillan.

"Yo no tomo nada, de verdad. Pero muchos niños, sí", dice Emanuel, de 13 años, que mezcla al hablar el inglés con el krio, el dialecto local más extendido. "Lo peor son las peleas. He visto a amigos cogiendo cuchillos para ir a pegarse con otros". Emanuel está delgado, viste una roída camiseta negra y lleva un pantalón rosa con el cordón de un zapato a modo de cinturón. Nació en Ghana, pero cuando era pequeño se mudó con sus padres a Sierra Leona. Hace tres años ambos murieron en un accidente de tráfico y él se vio sin nada. "Tengo dos hermanas, una de ellas se ha casado hace poco. Y creo que también tengo una abuela. Pero no sé dónde están", prosigue.

Muchos niños intentan entrar en las clics, bandas callejeras, pero estas fuerzan a los más pequeños, más ágiles y con mayor capacidad de pasar desapercibidos, a cometer robos

Emanuel, como cuentan también el resto de sus compañeros, acude a los vertederos a revolver en busca de algún material valioso con el que hacer negocio, vende bolsitas de agua a los transeúntes o transporta pescado en el puerto. "Puedo conseguir hasta 4.000 leones al día (unos 65 céntimos de euro). Me da para comer arroz con eva. ¿Sabes lo que es? Como casava fermentada. A mí me gusta", relata.

Alhassan Kamara, de 15 años, tampoco encuentra problema en contar cómo se quedó sin hogar. En 2014, el brote de ébola que acabó con la vida de 4.000 personas en Sierra Leona según la Organización Mundial de la Salud, también se llevó a sus padres. "Murieron los dos, mi padre primero y mi madre después. Me crie en Bo (ciudad cercana Freetown y la segunda mayor del país), pero cuando todo eso sucedió me tuve que venir aquí. Hay una zona donde vivimos todos los niños como yo", manifiesta. A su lado habla Ibrahim Mkonssoy, de 13 años. "Yo le cogí a mi tía 50.000 leones (alrededor de ocho euros). El dinero era mío, me lo había enviado mi padre, pero decidí no volver a casa para que no me pegara".

Transcurren las horas y los rincones del autobús se van llenando de historias. Una enfermera local cura a los niños, que pasan de uno en uno a la consulta móvil. "Lo más normal son las torceduras, los esguinces y las heridas superficiales", explica mientras atiende a un espigado chaval que se queja de que le duelen los dientes. "Creo que tiene gonorrea", dice. A solo unos metros, otro de los niños recita a sus compañeros lo que los trabajadores sociales acaban de enseñarle. "¡Tenemos derecho a la libertad, derecho a la dignidad y derecho a estar protegidos por la ley!", afirma enérgico y con el dedo levantado.

"Enseñarles los derechos humanos fundamentales es una forma de empoderarles, de proporcionarles otras armas para sobrevivir en la calle", comenta Crisafulli. Por la sede salesiana en Freetown pasaron en 2016 alrededor de 1.000 niños en esta situación. Allí les internan en un programa de escolarización de tres meses de duración, les dan desayuno, comida y cena y buscan a parientes cercanos para reubicarlos y que puedan continuar sus estudios. Crisafulli se encuentra sentado fuera, en los bancos de madera de debajo de la carpa, que permanece iluminada por dos grandes bombillas conectadas a un generador, y toma la palabra cuando los chavales han terminado de comer el arroz que ha traído el autobús.

Crisafulli habla alto, en inglés y en tandas de 15 segundos para dejar tiempo a la traducción que hace al krio uno de los trabajadores sociales. "¡Debéis tener un sueño! Pero no puede ser haceros ricos. Soñad con ir al colegio, con estudiar y con convertiros en médicos, abogados o enfermeros, ¡pero no con tener dinero!", proclama, e ilustra su argumento aludiendo a su paisano Diego Armando Maradona. "¡Él lo tenía todo! Jugó en el Boca, en el Barcelona y en el Nápoles. Ganó títulos y dinero, pero el alcohol, las drogas…. ¡Muy mala vida. Todo lo perdió! ¡No soñéis con eso, sino con volver al colegio, con ir a la universidad!”.

La charla surte efecto. Mientras los trabajadores sociales recogen y lavan los cubiertos, algunos de los pequeños se acercan a Crisafulli. Entre ellos Emanuel. "Yo tengo un sueño. Quiero ser abogado. Quizás así pueda defender a mis compañeros cuando tengan problemas", dice. La voluntaria que ha recogido datos de todos los niños que ha atendido hoy el autobús ha contado 63. "Ahora estudiaremos quiénes pueden ser beneficiarios del programa de reubicación familiar y buscaremos a sus parientes. Son casos increíbles", valora el salesiano.

Las niñas que también sueñan

A las niñas que se encuentran en la misma situación de orfandad y pobreza las echan de los vertederos si van a trabajar allí. Para sobrevivir, ellas lo tienen mucho más difícil; la prostitución es casi la única salida que encuentran. Hoy el vehículo verde se ha desplazado hasta Wellington, un barrio más próximo a la periferia, donde varias de ellas han quedado con los trabajadores sociales del autobús. Quieren ir a un lugar algo más tranquilo y convencerlas de que abandonar las calles y regresar a la escuela puede ser la mejor opción.

La convocatoria ha sido un éxito; el boca a boca entre ellas ha funcionado. Alrededor de 20 niñas emergen entre las chabolas y van subiendo al autobús una a una. Pateh aparca a las afueras de la ciudad, en una explanada cercana a una pequeña población cuyos habitantes se acercan a mirar extrañados. Las jóvenes bajan, el procedimiento con la carpa, el arroz y las lecciones de derechos se repiten y la carrocería verde chillón vuelve a ser testigo de las historias de la calle de Freetown.

Loretta Kallon tiene 16 años. Su madre murió cuando ella era pequeña y, tras la defunción, la joven se quedó a vivir con su padre. "Él era muy anciano, no podía hacerse cargo de mí. Por eso me fui de casa hace ya ocho años y empecé a vivir en la calle”, relata. Y ahora, mientras habla con preocupante naturalidad sobre palizas y violaciones sufridas, también lo hace sobre su futuro y sus intenciones de regresar a la escuela. "Dejé el colegio hace ya mucho tiempo y quiero volver. Quizás todavía no sea tarde. O a lo mejor, en Don Bosco, me puedan enseñar un oficio", dice esperanzada.

Oscurece. Con el arroz terminado, la carpa recogida y tras otra charla de Crisafulli, Pateh vuelve a ocupar el asiento de conductor. "Este vehículo puede salvar vidas", dice antes de ponerlo en marcha. "Si no fuera por el autobús… Nuestra tarea con él debe de ser la de absorber el dolor de estos chicos y transformarlos en sonrisas", comenta Crisafulli. El proyecto ya ha traspasado fronteras. Diferentes ONG se han interesado en reproducirlo en otros países y Don Bosco ha recibido ya varios ofrecimientos de empresas de transporte que operan en diversas provincias españolas. De momento, el que seguirá recorriendo las calles es el autobús de matrícula 8187 GVW. El que llevaba a adolescentes al botellón en Badajoz. El de color verde chillón. El verde de la esperanza.

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