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Elena Foster: “Los artistas te dan adrenalina”

Jordi Socías
Juan Cruz

HAY ALGO esencial en Elena Foster (Orense, 1958) y es la energía. Pervive en ella la de sus padres, la de su abuelo materno, Luis, y la de su bisabuelo Eduardo –“Era republicano acérrimo. Lo mataron en Madrid durante la guerra. Le cortaron la cabeza y la pasearon por la ciudad”–. Después llegó a su vida el arquitecto británico Norman Foster; fue un encuentro que hizo que su existencia llegara a una autopista en la que ella despliega esa energía con nombre propio. Su motor es el entusiasmo, y su meta, descubrir y contar lo que descubre. Los artistas son su objetivo. Buscarlos, su obsesión. Recientemente descubrió a Daniel Lergon, un joven alemán. “Era un chiquillo de ojos azules. Delicado, frágil. Tenía a su alrededor sus obras. Lo seguimos, coleccionamos su trabajo, lo ayudamos. Debíamos exponerlo, pensamos en Ivorypress [su galería en Madrid]”. Mecenas de vocación. Cuando habla desparrama sus manos, como si abrazara una idea, un artista, un cuadro, una escultura. En la habitación en la que conversamos, en su casa madrileña, hay una obra inmensa de Lergon. Es a la vez un pez transparente y un continente. Se le iluminan los ojos como si lo hubiera pintado ella misma. Subida a unos tacones razonables, no lleva gafas y hay que fijarse muy bien para notar su maquillaje. Está contenta. Tal vez tenga tanta energía porque raciona (y razona) sus enfados.

¿Qué ve en esa gente que descubre? Lo heredé de mi madre: cuando siento que algo es bello, un libro, una palabra, un objeto, lo cuento. Descubro para otros. Fue Bob Sainsbury, el genio de los supermercados [su familia fundó Sainsbury’s, la segunda cadena de alimentación más importante de Reino Unido], quien me animó. “Hazte editora de libros de artistas”, me espetó un día que estábamos con Norman. “¡Pero yo no he hecho libros nunca!”, respondí. “Mira”, añadió, “soy un señor que se dedica a los supermercados, es lo que sé hacer, pero a mí nadie me ha enseñado a coleccionar arte. Simplemente sientes un puñetazo en las entrañas y sabes que tu intuición funciona. Así es como he apoyado y descubierto a Francis Bacon, a Henry Moore o a Giacometti, comprando sus obras. Editar es lo mismo”. Es un mantra que no se me olvida. Él me dijo que si me apasionaban el arte y los artistas, me acercara a ellos. Ahora estoy a su lado y los comparto. Ahí se va la energía.

Podría haber ido a la electromecánica, pero en cambio se quedó en el arte… El azar me llevó a conocer a mi marido y luego a Sainsbury, pero el arte es mi obsesión desde hace 23 años. El azar de encontrar la generosidad de Eduardo Chillida y de Anthony Caro, con los que hice los primeros libros de artista, me descubrió un mundo nuevo. Es como el amor, como viajar sin rumbo: si hallas un norte, la energía no te abandona.

¿Qué le ha dado el arte? ¿Orden, quizá? No, me ha dado puntos de referencia. Las obras con las que convivo, que descubro o que potencio, a veces invitan al orden, a veces al desorden y otras al absoluto caos. Cuando las integras en tu vida son un punto de referencia. Ahí está el cuadro, en la pared, o en la mente.

Quizá tiene que ver también con las personas. Quizá. Con las personas, con tu historia, con tu momento vital. Ves el arte de forma diferente cuando sufres que cuando estás exultante, inquieto o nervioso. Depende de la emoción.

¿Y de dónde le viene la emoción? De cuando no puedo ver la obra de arte de manera racional. Ai Weiwei no te afecta igual que Rothko. Estoy viendo a Ribera con mis hijos; y tiene el mismo lenguaje inconsciente que James Turrell. ¡Fíjate, siglo XVI y siglo XXI!

“¿Cuántos políticos habrán ido a la Real Academia de Bellas Artes? Ojalá en las elecciones se hablara de la cultura como arma de educación”.

¿Qué huella le han dejado las personas? ¿Qué busca en ellas? ¡Yo no busco…, encuentro! [Risas]. Me dejan huella quienes me han acompañado en una relación de amistad muy estrecha. Se han ido, pero están dentro de mí. Mi padre, mi madre, mi abuelo materno. A mi abuelo lo recuerdo cada vez más: está en las manos de mis hijos. De él también me acuerdo en todo tipo de situaciones. Él me decía: tienes que luchar hasta el final, y cuando veas que has perdido la batalla, dedícate a otra cosa, explora. Me enseñó a aceptar lo inevitable.

Entonces la energía viene del abuelo. Quizá. Y de Manolo Cabaleiro, muy amigo de mis padres. Gran psiquiatra. Convenció a mi familia para que me dejaran estudiar algo distinto a carreras científicas, que era la línea seguida por mi padre. Cuando cumplí 14 años me regaló mis primeros libros de Freud. De mi abuelo aprendí a controlar los fracasos; de Cabaleiro, a no tener miedo y a mantener la calma. Si no tienes miedo y mantienes la calma, no emanas fragilidad ante el otro y este no te ataca o te hunde.

Son armas inteligentes. Pero son armas que nos transmiten otros y nunca te abandonan. En mi caso, ahí están, siempre, mi abuelo y otros muchos, como George Weidenfeld, el editor; Zaha Hadid, la arquitecta… Lo pasas muy mal cuando se van, pero se quedan contigo la bondad, la capacidad de aceptación, la fuerza, la inteligencia.

A lo mejor el paraíso que la gente busca es la memoria de los que nos dejan… Sin la memoria no somos nada, no somos humanos, no podemos sentir. La memoria selectiva es la que te hace ser como eres. Ojalá sea el paraíso.

Un poeta y editor alemán, amigo suyo, Michael Krüger, tiene este verso: “A veces la infancia me envía una postal”. ¿Qué postal le manda la suya? Una postal escrita con muchos colores, muy caótica, con nubarrones y un sol brillante. Es mate, tiene muchos apuntes. Está escrita en un lenguaje diferente, por eso no se la puedo enviar a nadie. El vocabulario de mi infancia es muy distinto al de mis hijos. ¡Ellos se extrañan cuando les hablo de Pink Floyd o de las películas de Marisol, que son inseparables de mis siete años! ¡Y las canicas! ¡Las nuevas generaciones ya no juegan a las canicas! Navegar, recorrer montañas con mi padre. Esa es mi postal. La parte buena de la postal.

La del esplendor… Es la que me hace seguir en el empeño. La que me viene de los maestros que tuve en un instituto perdido de Ourense. No recuerdo profesores de universidad con esa fuerza. Recuperé esa sensación en Estados Unidos, con maestros que me ayudaron a estudiar la esquizofrenia, el alzhéimer…

En su postal había nubarrones. ¡No te los voy a contar! [Risas]. Son los que tenemos todos los que hemos vivido una infancia que no ha sido un camino de rosas.

Usted trabajó sobre el alzhéimer, la esquizofrenia… Se educó para curar. Ha dicho que no tener memoria es lo más terrible. No tener memoria es la falta de reconocimiento de uno mismo. Yo no sé si podría soportar perderla. El sufrimiento o te mata o te hace más fuerte. El tuyo o el de otro. Trabajar en ello me ha enseñado lo que cualquier enfermedad enseña: a valorar la salud.

Los azares la han hecho española en el extranjero. ¿Cuál ha sido su descubrimiento ahí fuera? Llevar una vida de nómada me ha enseñado a apreciar lo que tengo. Me siento bien en Estados Unidos, en Europa, en mi casa de Suiza… Allí tengo tertulias largas, como en España… ¡Y amigos míos están empezado a aprender español!

Es usted una evangelizadora… Se trata de pasarles la energía a otros. ¡Y el español lo es! Tenemos una identidad indestructible. Cuando vives fuera de tu ambiente tienes que reivindicar tus costumbres porque si no te mueres.

¿Esa energía española se está perdiendo en el ámbito de la cultura? Pienso en Goya y en Fuendetodos: cuántos políticos de los que nos gobiernan habrán ido a la Real Academia de Bellas Artes a ver la huella impresionante de Goya, o a Fuendetodos a ver su origen. En las elecciones echo de menos que se hable de cultura como arma de la educación. En Inglaterra ayudan a los museos. Las galerías Serpentine, a las que ahora estoy ligada [como presidenta], viven de una ayuda estatal, de fundaciones, de individuos que abiertamente ofrecen fondos para que los artistas creen programas… Entre nosotros hay una paranoia ignorante que mantiene inédita la idea del mecenazgo.

Vive en Estados Unidos también. Y en Europa. ¿No percibe en todas partes una sensación de desorden? Siempre ha habido desorden, y siempre lo habrá. Pero este último año ha habido una explosión de dimensiones impredecibles. El Brexit ha generado desconcierto y una sensación enorme de falta de control.

“La tristeza es un estado que no quiero conocer, que, si entreveo o siento que está cerca, busco con todas mis fuerzas salir de él. No me interesa la tristeza”. .

¿Qué le preocupa más? La xenofobia. Depende de lo que pase en Francia, nuestra Europa continuará o se descuartizará. Reino Unido está cambiando aceleradamente desde el Brexit. La gente se está yendo. Se está produciendo un estado de desamor entre los que amamos Reino Unido. Es el país de mis hijos, de mi marido. La calma, la unión, una cierta alegría, el control… Todo eso parece ahora en el aire en Reino Unido. Y mira Estados Unidos…

¿Qué pasa? Es nefasto. Se está produciendo una brutal transformación desde que está este señor [Donald Trump] en el poder. La falta de respeto al otro, la ausencia de verdad. Es el “aquí mando yo”. Eso se llama dictadura, locura, ausencia de una mínima percepción noble de la realidad. Es el principio del descalabro del sueño americano.

¿Qué ha aprendido editando? ¡Es un oficio de locos! En él empiezas cada día. Crear, descubrir, seleccionar. Editar es una enorme responsabilidad, pero estar con artistas te da adrenalina. Ahora mi energía viene de ahí.

¿Pensó alguna vez en que habitaría en un universo tan cosmopolita? Mi padre era gallego; mi madre, de Madrid, y yo hice la vida en la capital. Los gallegos somos emigrantes, y el buen emigrante se adapta quizá porque nunca piensa qué se va a encontrar fuera de su tierra. No sé si me esperaba este mundo, pero lo que sí sé es que mis padres me empujaron a marcharme. Dejé mi casa a los 16 años.

En una entrevista que le hizo Jesús Rodríguez para El País Semanal en 2005 cuenta usted su boda con ­Norman ­Foster. Su marido se va a China. Usted se queda en ­Londres. Y usted le dice a Jesús: “Pero ese día yo estaba triste”. Es a partir de entonces cuando decide viajar con él. Ese adjetivo, “triste”, llama la atención. No parece que la tristeza la visite con frecuencia. He estado triste en momentos muy concretos. La tristeza es un estado que no quiero conocer, que, si entreveo o siento que está cerca, busco con todas mis fuerzas salir de él. No me interesa la tristeza.

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