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Columna
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Dos veces malditas

Rosa Montero

EN 2001 SAQUÉ un artículo hablando de Aicha Embarek, una saharaui de 19 años que había sido secuestrada por su familia biológica en los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia. Se habían puesto en contacto conmigo sus “padres españoles”, es decir, la familia que la acogió de niña. El caso tuvo bastante repercusión y, tras dos angustiosos años, la chica fue liberada. Hace unas semanas hablé en estas mismas páginas de nuestro vergonzoso olvido de la tragedia saharaui, y de cómo ese pequeño pueblo lleva 40 años malviviendo en condiciones infrahumanas en el desierto argelino. Tras la publicación del texto recibí varias cartas que me contaban que el papel de la mujer entre los refugiados se ha deteriorado de manera alarmante. Cosa previsible, porque el avance global del islam más reaccionario está empeorando la condición de las mujeres musulmanas en todo el mundo, y porque la estancada y agónica situación de los saharauis ha hecho que los logros democráticos que un día fueron el orgullo de ese pueblo hayan cedido el paso al retrogradismo tribal y a la sharía. Si en los países desarrollados, con todo a nuestro favor, seguimos cometiendo actos tan bárbaros como los asesinatos de mujeres, ¿vamos a exigir acaso a esos desesperados refugiados que sean perfectos?

Quiero decir que la causa saharaui sigue siendo trágicamente justa y urgente. Pero eso no significa que no haya problemas, y problemas gravísimos, con los secuestros reiterados de saharauis adultas que vinieron a nuestro país de niñas, fueron acogidas por familias españolas y estudiaron aquí; y que luego, aprovechando alguna visita a los campamentos para ver a sus padres, fueron retenidas contra su voluntad por sus familiares y tal vez casadas a la fuerza. Es el caso espeluznante de Koria Babdad, que fue secuestrada en diciembre de 2010, a punto de cumplir 18 años, cuando viajó a ver a su familia biológica. El 4 de enero de 2011, la madre de acogida oyó la voz de Koria que decía: “Ayúdame a salir de aquí, no sé cuánto aguantaré, no paréis hasta conseguirlo, no dejéis de luchar por mí”. Es el último contacto que han tenido con ella. Koria lleva más de cinco años en paradero desconocido.

Pero hay muchas más. Como Darya Embarek, de 26 años, residente en Tenerife, en donde vivió 13 años. Iba a entrar en la universidad a hacer Empresariales cuando en enero de 2014 fue a Tinduf para ver a su familia y ya no la dejaron volver. O como Maloma Morales de Matos, de 22 años y nacionalidad española, que visitó los campamentos el pasado mes de diciembre y fue metida a la fuerza en un coche por su hermano horas antes de regresar. Ni los padres adoptivos ni Ismael, la pareja de Maloma, han podido hablar con ella. Hace un par de semanas el Frente Polisario publicó un vídeo de 25 segundos en el que Maloma, con la cabeza cubierta por un pañuelo, dice escueta y rígidamente que nadie la tiene secuestrada. Es una grabación bastante inquietante: resulta difícil de creer que la haya hecho por su propia voluntad.

Entre las cartas que he recibido hay una estremecedora de X, una saharaui de 20 años. Desde muy pequeña vivió la mayor parte del tiempo en Galicia con unos padres de acogida, pero a los 13 años sus parientes biológicos, algunos de los cuales estaban en España, la llevaron con ellos “de muy malos modos”. La presionaron para que rompiera con la familia española y X, temerosa de ser trasladada a los campamentos, fingió obedecer durante cinco años porque era menor de edad. En cuanto cumplió los 18, “compré el billete a mi libertad y me fui con lo puesto”. Su familia biológica la amenazó entonces de tal modo que necesitó ayuda psicológica: “Fui tratada como víctima de violencia de género intrafamiliar”. Hoy X estudia en una universidad fuera de España “porque lo cierto es que yo misma sigo corriendo el riesgo de ser una secuestrada más”. No se sabe bien cuántas jóvenes, todas ellas adultas, pueden estar retenidas en Tinduf contra su voluntad: decenas, desde luego. Y el Gobierno saharaui se escuda en la pamema de que es un conflicto entre familias y no hace nada. Son víctimas olvidadas de un pueblo olvidado, dos veces malditas. Si no hablamos de ellas están perdidas.

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